Hice trampa desde el principio. La primera vez que nos acostamos. Que hicimos el amor, Camila. Tenías duros y pequeños senos. Y el culo también. Firme. Redondo. Tú creías saber lo que yo pensaba. El joven satisfecho de haber seducido a otra jovencita. Y quien seducía o quien tenía la iniciativa. Quien jugaba. Travesura de una jovencita rebelde que volvería loco a que hacer conmigo.
En esta misma casa. En este mismo cuarto. En esta cama delgada y rojiza. Tomamos algo. Vino. Los dos sabíamos que no valía la pena prolongar la espera. Te cogía de una mano y tú me echaste encima los brazos. Nos besamos. No conocía el sabor de tu boca. Era diferente a como lo había imaginado. Cada vez que he besado por primera vez a una mujer su boca me ha sabido a caramelo de color violeta. Me pasó con el amor de mi vida. Con la chica de mis sueños más profanos. Y con todas las otras. No sucedió contigo. El vino, claro. Pero algo más. Indefinido. Naranjas. Canela. Caramelo de fruta. No terminamos de desvestirnos y ya habíamos hecho el amor. Tu cuerpo joven y delgado sobre el cama rojiza. El mío, de pie, exhibiendo por todas partes el desenfreno de la juventud.
También ahí. Recuerdo que me tocaste y te reíste del rápido encogimiento, de la repentina timidez de mi miembro. Una jovencita de mundo. Eso vi. Años de diferencia. Puede ser. Me besaste nuevamente y tu boca me supo ahora sí a caramelo de color violeta. Terminamos de quitarnos la ropa y nos metimos en la cama delgada. En la que duermes ahora. Tu mano buscó y jugueteó. No demore en responder. Tus senos. Los besé. Hay quien dicen que el tamaño ideal del seno de una mujer es el que cabe exactamente en la mando del hombre. Un amigo de la universidad me lo dijo. A veces hablábamos de eso. Mujeres. Parejas. Prácticas sexuales. Experiencias. Si lo consideras bien hay varios tipos solteros entre los universitarios. No es lo mismo que solos o solitarios. A ver dime, qué soy yo. Pero en ese momento pensé que no valía la pena malgastar el momento. Mis manos envolvían tus senos. Pequeños para mis palmas y mis dedos. Recorrían tu espalda. El perfil curvo que dibujaba la línea de tus vértebras. Tus nalgas levantadas. Frotamos nuestras piernas. Tú tiraste de mis vellos. No reprimí el grito. Era un juego. Mordí tus muslos y tú me lamiste. Sobre la cama nos encajamos. Te subiste sobre mí. Apretaste mi cintura con tus piernas. Besabas y reías y gemías. Y yo te atraía hacia mí. Tu cara. Tu cabellera.
No quería mirarte. Sentada. Me cabalgabas y yo pegaba mi rostro a tu cuello. Lamía tu sudor salado. Cerraba los ojos. Tocaba tu cintura, tus glúteos, tus tetas. Y pensaba en mi gran amor, nunca supiste quien fue. Pero te deseaba a ti pero la veía a ella. No podía quitarme la idea de que estaba en la cama contigo, así tan inverosímil fue que me sentía por un instante feliz. Fue delicioso terminar dentro de ti. No te lo he dicho nunca. Sabes que me resulta difícil decir ciertas cosas. Sí, pues, ésas sobre todo. Te duchaste y te pusiste mi polo negro. Ese mismo, el que te quedaba como un pijama pero que te encantaba. Una jovencita metida en la ropa de su amante. Tenías hambre. Lo dijiste como un reclamo. Yo entré al baño a lavarme. Estabas vestida cuando salí. Vamos a comer algo afuera. Estuve de acuerdo. Una pizza, propusiste. Para reponer fuerzas. Con arto queso y doble si yo quería. Me hiciste reír a carcajadas. No solía reír después de hacer el amor. Creo que nunca antes me había pasado. Una risa ruidosa. Imparable. Que me hacia lagrimear. Cuando creía haber sofocado el ataque te miraba y nuevamente comenzaba todo. Me observabas. Con simpatía. Con extrañeza. Con un asomo de enfado. Ya es suficiente, no te parece. Cual es el chiste, me preguntaste con un regaño. Poco a poco pude controlar aquel acceso de risa y de tos. Respirar calmadamente. Hasta ahora no lo sé. Por qué reía de esa manera mientras bajamos a la calle. Pensé que era una mezcla de placer y de felicidad. Creía que ésa podía ser la causa. Ahora vuelvo a preguntármelo y no encuentro respuesta. Nos pasa. Que no sabemos por que reaccionamos de una forma o de otra. Que preferimos ocultarnos nuestras propias razones.
Esa noche me hablaste de tu familia. Yo te escuchaba callado. Eran tu madre, tu hermana y tú. Tu padre se había ido fuera del país años atrás. Doce creo. Tú eras entonces una niña. Se había quedado sin trabajo, se había peleado con tu madre y después con tus abuelos, se había largado dejándolas. Era todo lo que ella te había contado. Recordabas haberlo extrañado. Te visitaba una vez al mes. Recordabas haberlo extrañado. Te llamaba por teléfono una vez al mes. Era solo una voz. Te preguntaba como estabas. Como te iba en el colegio, luego en la universidad. No duraban mucho esas conversaciones. Tres, cuatro minutos. No te preguntaba por tu madre. No había nada más de que hablar. Se había juntado con una latina agringada de las que abundan en Los Ángeles. No te importaba. Te acordabas poco de él. Cuando jugaba con el gato que después se escapó de la casa. Cuando te enseño a manejar la bicicleta. Cuando te caíste y se negó a que el doctor te cosiera el corte que una piedra te había hecho en la barbilla. Tienes ahí la cicatriz. Te queda eso de tu padre. No estabas triste esa noche hasta que te tocaste la mínima raya descolorida. Tu dedo índice la localizo de inmediato y palpo el imperceptible desnivel en el mentón. Habías comido ya 4 pedazos de pizza, hasta saciarte y no poder más. Me encantaba verte comer, masticar, tomar tu vaso de chicha morada.
Mientras hablabas de tu padre. Supongo que ya habrás recuperado fuerzas, te dije. Sonreíste sin ganas. Te propusiste esquivar esa inesperada desazón. Un escudo de pudicia y de recato. La distancia exacta para volver a ser lo que éramos antes de esa noche. Tú mi amiga, yo tu amigo. Me preguntaste algo sobre el curso. Sobre una novela. Las cosas que nos mandas leer. Dijiste. Me preguntaste a quien extrañaba más.
Y yo solo pude ver hacia arriba, y esquivar tu mirada penetrante, solo pude recordar a una persona, pero lo mejor en ese momento era opacar mi respuesta.
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