domingo, 21 de febrero de 2010

Primera parte: Decir adiós

Dedicado: a mi amiga giuliana

Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al departamento de Víctor. Allí, durante un periodo indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido. Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible. Tal vez debería dejar una nota para decírselo: -Querida Susan: No voy a volver...-; Tal vez sería mejor telefonear mañana por la tarde. O quizá podría venir a verla durante el fin de semana. Todavía no he decidido los detalles. Es casi seguro que no le comunicaré mis intenciones ni esta tarde ni esta noche. Lo voy a posponer: ¿Por qué? Porque las palabras son acciones y provocan acontecimientos. Una vez pronunciadas, no puedes retirarlas. Sera algo irrevocable, y tengo miedo y estoy indeciso. De hecho, estoy temblando, y llevo así toda la tarde, todo el día.

Ésta. pues, puede ser nuestra última tarde como una familia honesta, completa e ideal, mi última noche con una mujer a la que conozco desde hace diez años, una mujer sobre la que lo sé prácticamente todo y junto a la que no quiero seguir más tiempo. Dentro de poco seremos como extraños. No, nunca seremos eso. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad. Seremos conocidos peligrosos con una historia en común. Aquella primera que ella puso su mano sobre mi brazo..., ojalá le hubiese dado la espalda. ¿Por qué no lo hice? Es desperdicio, qué pérdida de tiempo y sentimientos. Ella ha dicho algo similar sobre mí. ¿Pero realmente hablamos en serio? Estoy hecho un completo lío sobre todas estas preguntas.

Sentado en el borde de la bañera. contemplo a mis hijos, de cinco y tres años, cada uno en una punta. Sus juguetes, animales de plástico y biberones flotan en el agua, y ellos parlotean consigo mismos o el uno con el otro, por una vez sin pelearse ni gimotear. Son bulliciosos y vivarachos, y la gente comento lo felices y cariñosos que parecen. Esta mañana, cuando salía hacia el trabajo, consciente de que hoy tendría que tomar varias decisiones, el mayor ha insistido en que le diera otro beso antes de cerrar la puerta y ha dicho: <>

Mañana haré algo que les dolerá y les marcará. El pequeño llevaba hoy unos pantalones de algodón, una camisa gris, tirantes azules y un casco de policía. Mientras meto estas prendas en la cesta de la ropa sucia, me sobresalta un ruido procedente del exterior. Aguanto la respiración.

¡Ya!

Susan ingresa la bicicleta en el recibidor y saca las bolsas de la compra de la cesta.

Estos meses, y sobre todo los últimos días, esté donde esté -mientras trabajo, hablo o espero el autobús-, he pensado en esta ruptura desde todos los ángulos posibles. Viajando en el bus, me he pasado de paradero muchas veces, o he llegado a un lugar que me es familiar y no lo he reconocido. No siempre sé dónde estoy, lo cual es una experiencia agradablemente absorbente. Pero estos días tengo la impresión de que contemplo el mundo cabeza abajo.

He estado intentando convencerme de que abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer: Puede resultar doloroso, pero no tiene por qué ser una tragedia. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo. Sin duda, evolucionar constituye una infidelidad..., a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo. Tal vez cada día debería contener al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria. Se trataría de un acto optimista, esperanzador, que garantizaría la fe en el futuro..., una afirmación de que las cosas pueden ser no sólo diferentes, sino mejores.

Y, sin embargo, voy a cambiar a Susan, mis hijos, mi casa y el jardín lleno de plantas de marihuana y cerezos en flor que veo a través de la ventana del lavabo, por una habitación en casa de Víctor, donde habrá corriente y el suelo estará cubierto de polvo.

Víctor dejó a su mujer hace ocho años. Desde entonces -incluso sin contar a la prostituta china que tocaba el piano desnuda y llevaba todas sus pertenencias consigo cada vez que concertaban una cita - no ha tenido más que amores desdichados. Si suena el teléfono, ejecuta una suerte de danza aterrorizada, preguntándose qué oprobio está a punto de caerle encima y de dónde provendrá esta vez. Víctor, como puedes comprobar, sabe dar a las mujeres esperanza, a falta de satisfacción.

Los pubs y los restaurantes nos parecen más agradables. Debo decir que cuando Víctor no está sentado a oscuras, con los ojos hundidos y las pupilas dilatadas por la perplejidad y la rabia, puede resultar agradable, incluso divertido. A él no le importa si yo estoy poco hablador o especialmente locuaz. Está acostumbrado a mi manera de saltar de un tema a otro, siguiendo los impulsos de mi mente. Si le pregunto por qué su mujer todavía le odia, me lo dice. Como a mis hijos, me gusta que me cuenten una buena historia, sobre todo si ya la he escuchado antes. Quiero conocer todos los detalles y la atmósfera. Pero él habla lentamente, como hacen algunos ingleses. A menudo no sé si simplemente está pensando la siguiente palabra, o si no va a volver a abrir la boca. Aunque lo cierto es que agradezco estos intervalos, porque me permiten dejarme llevar por mis ensoñaciones. ¿Pero quiero yo monólogos y pausas, corrientes de aire y pubs todos los días?

Susan ha entrado en la habitación.

-¿Por qué nunca cierras la puerta del cuarto de baño? - me pregunta.

- ¿Qué?

- ¿Por qué no la cierras?

No sé qué responder.

Besa enérgicamente a los niños. Adoro su entusiasmo por ellos. Siempre que hablamos de verdad, es sobre ellos, sobre algo que han dicho o hecho, como si fuesen una pasión que nadie más puede compartir o entender:

Susan no me toca, pero acerca la mejilla a escasos centímetros de mis labios, de modo que para darle un beso tengo que inclinarme hacia adelante; una postura humillante para ambos. Huele a perfume y a calle.

Va a cambiarse y reaparece con unos tejanos y una sudadera, y un vaso de vino para cada uno.

- Hola, ¿cómo estás?

Me mira fijamente, para que repare en ella. Siento que mi cuerpo se contrae y se empequeñece.

- Bien - respondo.

Asiento y sonrío. ¿Ve ella algo diferente en mi cara hoy? ¿Ya me he puesto en evidencia? Debo de parecer hundido. Normalmente, antes de verla me preparo dos o tres posibles temas, como si nuestras conversaciones fuesen exámenes. El caso es que me acusa de que cuando estoy con ella no abro la boca. Si supiera cómo tartamudeo interiormente. Hoy estaba demasiado alterado para ensayar mi papel. Esta tarde me ha resultado especialmente difícil. Y el silencio, como la oscuridad, puede ser plácido; también es un lenguaje. Las parejas tienen buenas razones para no hablar.

Me cuenta que sus compañeros de trabajo la han dejado colgada.

- No dan la talla- dice.

- ¿En serio?

Susan está pasando por un momento difícil desde que la editorial fue comprada. Pero de todas formas es una mujer radical en sus opiniones sobre los demás, tanto si le producen entusiasmo como aversión. Y normalmente es aversión. Otros, incluido yo, la irritan y la frustran. Es perturbador cómo me veo obligado a compartir sus sentimientos, a pesar de que no conozco a las personas a las que se refiere. Mientras habla conmigo, entiendo por qué dejo la puerta del lavabo abierta. No puedo estar en la misma habitación con ella mucho rato sin tener la impresión de que tengo que hacer algo para que deje de estar tan enfadada. Pero nunca sé qué hacer y al poco tiempo tengo la sensación de que me va a empujar contra la pared y va a empezar a abofetearme.

La bañera se vacía lentamente, porque los juguetes de los niños tapan el desagüe. No quieren salir hasta que no quede ni gota de agua, y entonces se hacen bigotes y sombreros con la espuma que queda. Finalmente levanto al más pequeño. Susan se ocupa del otro.

Los envolvemos en gruesos albornoces con capucha. Cansados, con el cabello mojado y gotas de agua en el cuello, parecen un par de boxeadores en miniatura después de un combate. Discuten sobre qué pijamas se va a poner. El pequeño sólo aceptará la camiseta de Batman. Parece que ya a su temprana edad se sienten inseguros. Deben de haberlo heredado de nosotros.

Susan le da al pequeño un biberón, que él se lleva a la boca con las dos manos, como si fuese un trompetista. Contemplo cómo ella le acaricia el pelo, le da besos en los hoyuelos de los deditos y le frota el vientre. Él se ríe sofocadamente y se retuerce. Qué espléndida inocencia muestra un ser humano cuando no teme que le hagan daño. ¿Quién podría destruirla sin herirse así mismo? En la escuela -yo debía de tener ocho o nueve años - se sentaba junto a mí un chico apestoso que venía de una familia pobre. Un día, cuando todos nos poníamos en pie, se le deslizó una pierna por detrás de la banqueta. Yo la moví deliberadamente y se la aprisioné. Nunca se me ha borrado de la mente su expresión de inexplicable e inesperado dolor. Uno puede elegir entre comportarse bondadosa o malévolamente con los demás.

Llevamos a los niños a la planta baja, donde se recuestan sobre almohadones despreocupadamente, mientras chupan sus chupetes y miran El Rey León con los ojos entreabiertos. Parecen un par de señorones fumándose un puro en el campo un día de calor. Me piden galletas de chocolate, como si fuero yo el mayordomo. Las cojo de la cocina sin que Susan se percate. Los chicos tienden sus dedos golosos, pero no apartan la mirada del televisor. A medida que avanza la película, no sólo murmuran los diálogos, sino que también imitan los efectos sonoros. Al cabo de un rato recojo las migas y, después de preguntarme qué hacer con ellas, las tiro en un rincón.

Susan trabaja en la cocina, mientras escucha la radio y contempla el jardín. Le gusta hacerlo. La vida con su familia, como la mía, ha sido más bien desagradable. Ahora se toma muchas molestias para comprar bien y preparar buenas comidas. Incluso si tomamos comida preparada, no nos deja comer entre una maraña de periódicos, libros infantiles y correspondencia. Saca servilletas, enciende velas y abre la botella de vino, insistiendo en que disfrutemos de una comida familiar como Dios manda, incluyendo los silencios incómodos y las discusiones violentas.

A Susan le gustan las subastas, en las que compra cuadros, grabados y muebles insólitos, a menudo con algún adorno de gastado terciopelo. Tenemos un montón de lámparas, almohadones y cortinas, algunas de las cuales cuelgan en medio de la sala, como si estuviera a punto de empezar una representación teatral, y de las que trato de evitar que los niños se cuelguen para balancearse. En todas las habitaciones hay grandes sillones, televisores, teléfonos, pianos, cadenas de música, los últimos números de las revistas y los libros más recientes. La mayor parte de la gente no disfruta de una comodidad, una abundancia un sosiego como éstos.

Pero no me siento en casa en mi casa. Mañana por la mañana abandonaré todo esto. Definitivamente. Adiós.