jueves, 22 de abril de 2010

Segunda Parte: Lo siento

Me siento en el suelo, cerca de los niños, y me desabrocho la hebilla del cinturón cuando logro localizarla entre los pliegues de mi barriga. Por una vez ni cojo el periódico ni me pongo a mirar la película, sino que observo a mis hijos, sus pies, sus orejas, sus ojos. Esta noche en que estoy y no estoy aquí -ya soy casi un fantasma- no beberé, ni me colocaré, ni me pelearé. Tengo que ser consciente de todo. Quiero grabarme una imagen mental que pueda llevarme y evocar cuando esté en casa de Víctor. Será la primera de las pocas cosas que esta noche debo elegir para llevarme.

De pronto siento náuseas y me tapo la boca con la mano. Se me pasa. ¡Pero ahora tengo ganas de gritar! Me siento como si fuese un avión que cae en picado. Veré a los niños tantas veces como me sea posible, pero echaré de menos ciertas cosas de esta casa. El desorden de la vida familiar: las voces de mis hijos cuando cantan su versión escandalosa de "El patito feo"; contemplarlos mientras miran la televisión con sus binoculares nuevos; los tres bailando al ritmo de los Rolling Stones, el mayor en precario equilibrio encima de la mesa de centro, el otro saltando sobre el sofá; observarlos cuando montan en sus bicicletas y ver como se alejan rápidamente de mí dando gritos; mirar cómo bajan por la calle soleada con sus cometas encima de sus cabezas entonando "vuela vuela cometa". Una vez cuando el mayor era un bebé, vomitó dentro de uno de mis zapatos, y yo no me di cuenta hasta que estaba en el taxi camino del aeropuerto.


Si regreso a casa y los niños no están, aunque tenga un montón de cosas que hacer, puedo pasarme el rato yendo de una habitación a otra, esperando a que sus caras asomen por las puerta y su caótica energía reanime el mundo.


¿Qué puede ser más importante? Perdido en mitad de mi vida y sin posibilidades de volver a casa, ¿en nombre de qué tipo de experiencia me imagino que estoy renunciando a todo esto? He tenido un montón de experiencias emocionales con hombres, mujeres, colegas, progenitores y conocidos. He leído, pensado y hablado durante años. Pero, esta noche, ¿en qué me va a ayudar todo esto? Tal vez debería sentirme impresionado por el hecho de que no me he atado a las cosas, de que me siento lo suficientemente suelto y libre para marcharme por la mañana. ¿Pero de qué me sirve esa libertad? Sin duda la libertad única consiste en poder elegir, en eximirse con esa libertad de las obligaciones que a uno lo atan a la vida..., en implicarse.



No voy a poder dejar de sentirme confuso. Pero por la mañana más vale que haya aclarado sobre ciertas cosas. No debo caer en la autocompasión, al menos no por más tiempo del necesario. Me he dado cuenta de que no son mis bajones anímicos en sí lo que me frustra, sino su intensidad y la incapacidad de determinar su duración. Si me siento un poco abatido, temo pasar por una depresión de un año. Cada vez que Gabi, mi amante hasta hace poco, tenía una actitud distante y agresiva, yo creía que se iba a alejar definitivamente de mí.


Esta noche mi sentimiento predominante es el miedo al futuro. Al menos, dirán algunos, es mejor que las cosas nos provoquen temor antes que aburrimiento, y la vida sin amor es un inacabable aburrimiento. Puedo tener miedo, pero no soy un cínico. Estoy intentando actuar con firmeza. Esta noche lo voy a pasar mal.


También debería reflexionar sobre qué es lo que me gusta de la vida y de la gente. De lo contrario me arriesgo a convertir el futuro en un desierto, eliminando toda posibilidad antes de que nada pueda fructificar. Es fácil matarse sin morir. Por desgracia, para alcanzar el futuro uno tiene que vivir el presente.


Mientras reflexionaba sobre todo esto, he pensado en un montón de gente que parece haberse pasado la mayor parte de su vida deprimida, y ha aceptado un estado de relativa infelicidad como si fuese su obligación. ¿Cuánto tiempo me han hecho perder mis numerosas depresiones? Al menos tres años. Más tiempo del que ocupan todas mis satisfacciones sexuales juntas, de eso no me cabe duda.


Me animo a mí mismo a pensar en los placeres de ser un hombre soltero en Lima, en las cosas agradables que podré hacer. Mis hijos levantan la vista cuando oyen que me río solo. La otra noche, Víctor va a un bar, conoce a una mujer que lleva un aro en la lengua y que lo invita a su cuarto en pleno centro de Lima. A la mujer le gusta que la aten; dispone de todo lo necesario para ello. El piercing que lleva en la lengua recorre los testículos de Víctor; como si fuera, según sus propias palabras, una babosa con una canica en la cabeza. La broma sobre la posibilidad de perder las llaves. A Víctor se le acaba resintiendo el culo.


Al día siguiente llama a una hora inconveniente e insiste en que desayunemos juntos para contármelo. Le explico que la niñera, tal como les suele pasar a las niñeras, ha perdido el deseo de vivir y que es difícil encontrar una canguro a primera hora de la mañana. Pero al final voy al café, feliz de haber podido salir de casa y de que alguien me sirva el desayuno en lugar de corretear de un lado a otro, como habitualmente hago, sosteniendo unas tostadas con mermelada que inevitablemente acaban en el suelo boca abajo.


Víctor no omite ni el más mínimo detalle.


- ¿Y tú qué hiciste? - me pregunta educadamente al final.


Suspiro. Vestido con un bóxer y echado en la cama, estuve bebiendo una cerveza, fumando y escuchando uno de los últimos éxitos de Aerosmith.


La mujer y él no se volvieron a encontrar. Casi todas las noches Víctor ve la televisión solo, con un plato de salchicha y patatas chips sobre las rodillas, y uno o dos sándwich de hot dog como guarnición.


Otro amigo: un tipo rollizo, de mediana edad y alcohólico que trabaja como contable. Yo envidiaba su entusiasmo cuando hablaba de la vida que el matrimonio, por el momento, le impedía disfrutar. Al principio había trabajado demasiado para aprovechar suficientemente su libertad de adolescente. Un buen día abandona a su esposa, se compra ropa interior nueva, loción para después del afeitado, gemelos, un brazalete y tinte para el pelo. Se presente ante mí.


Abro los ojos y una boca tremendamente.


Finalmente digo:


-Nunca has tenido mejor aspecto, gordito.


- Tan alentador como siempre -dice-. Gracias, gracias.


Nos estrechamos la mano y él se marcha hacia los clubs de solteros y bares para divorciados. Conoce a una mujer, pero ella sólo quiere llevárselo a su lecho matrimonial para provocar a su marido. Conoce a otro. Me recuerdas a alguien, le dice ella; resulta que al dueño de una funeraria. Mi indignado amigo le replica que él no ha ido allí a recoger su cadáver. Pronto se da cuenta de que a su edad se interesa mucha más que antaño por con quién pasa el tiempo. Lo que deseaba entonces ya no lo desea ahora. También se percata de que con la edad la gente se vuelve excéntrica y de que hay un montón para escoger.


-¿Vuelvo con mi esposa? - pregunta.


- Inténtalo- le digo en plan experto.


Pero ella lo mira con desconfianza, preguntándose por qué su cabello ha adquirido un tono berenjena y si se ha hecho grabar el nombre en un brazalete para que puedan identificar después de un accidente. Ha descubierto que la vida es posible sin él.


Los niños se han dormido. Los subo, uno tras otro, a su dormitorio. Los coloco echados uno junto al otro bajo edredones de colores vivos. Cuando me dispongo a darles un besos, descubro que han abierto los ojos. Temo que hayan recuperado fuerzas. Soy un padre liberal, temeroso de mis ocasionales excesos de cólera. Siempre lamento cualquier represión innecesaria. No me gustaría que mis hijos me temiesen; no me gustaría que temiesen a nadie. No quiero prohibirles o desaprobarles nada. Aunque de vez en cuando sí quiero que tengan claro que yo estoy al mando. No tardan en ponerse a saltar de una cama a otra. Cuando se dirigen hacia la puerta, como estoy demasiado cansado para correr detrás de ellos, me veo obligado a poner voz de . No comprendo su resistencia a acostarse. Desde hace meses lo más grato de mi hornada diaria ha sido la ilusión de que voy a desconectar al dormirme. AL menos ellos lamentan como yo, aunque de una manera distinta, el paso de los días. Esta noche mis hijos y yo deseamos lo mismo: más vida.


-Si se echan y se están quietos, les contaré un cuento- les prometo.


Me miran con suspicacia, pero cojo un libro y me siento entre los dos. Ellos se estiran junto a mí y de vez en cuando se dan alguna que otra patada.


El cuento que les leo es cruel, como suelen serlo la mayoría de cuentos infantiles, y en él aparece un lañador, como suele pasar en la mayoría de los cuentos infantiles. Pero, cómo no, está protagonizado por una familia convencional, a la que el padre no ha abandonado. Los niños conocen tan bien la historia que enseguida se dan cuenta si me salto un trozo o me invento algo. Cuando paran de hacer preguntas, dejo el libro, salgo sin hacer ruido de la habitación y apago la luz. Entonces vuelvo a su lado, contemplo sus caras en las almohadas y les doy un beso. Después, desde el pastillo, escucho cómo respiran. Ojalá pudiese quedarme aquí toda la noche. Oigo que susurran algo y se ríen entre dientes.


Una historia vieja como el mundo.


Desde el principio, empezando por las chicas del colegio y sobre todo las profesoras, me pasé la infancia mirando a las mujeres en las tiendas, en la calle, en el autobús, en las fiestas, preguntándome cómo se sentiría uno con ellas y qué placeres podría descubrir con ellas. En el colegio, tiraba el lápiz bajo la mesa de la profesora para arrastrarme debajo y mirarle las piernas. La poca metódica naturaleza del sistema educativo me permitió desarrollar un interés entusiasta por las faldas de las chicas, por conocer sus materiales y texturas, por saber si eran plisadas, sueltas o ceñidas, y en este último caso dónde ceñían. Las faldas, como los telones de los teatros más tarde, despertaban mi curiosidad. Quería saber qué había debajo. Había que esperar la ocasión favorable para descubrirlo. La falda era un objeto de transición; una cosa en sí misma y al mismo tiempo la posibilidad de ir más allá. Eso se convirtió en mi pasatiempo transcendental. El mundo es una falda que quiero levantar.


Posteriormente, me imaginé que con cada mujer podía partir de cero. No existía el pasado. Yo podía ser una persona diferente, si no nueva, durante cierto tiempo. Además, también me servía de las mujeres para protegerme de otras personas. Estuviese donde estuviese, me bastaba estar acurrucado junto a una mujer que me susurraba cosas y me deseaba para mantener el mundo a raya. Y podía dejar de desear a otras mujeres. Al mismo tiempo, me gustaba mantener abierta todas mis posibilidades; desear a otras mujeres me protegía de las presión de amar sólo a una. El conocimiento profundo tiene sus peligros.



No es sorprendente que Susan sea la única mujer, aparte de mi madre, con la que no puedo hacer prácticamente nada. Pero ahora que ya tengo la certeza de que puedo hablar con mujeres sin miedo a desearlas, no estoy seguro de poder tocar a alguien como lo hacía antes, con frivolidad. A partir de cierta edad, el sexo deja de ser algo sin importancia. NO podría pedir tan poca cosa. Posar tus manos sobre otro cuerpo o tus labios sobre otros labios..., ¡vaya compromiso! Elegir a alguien es deja al descubierto una vida entera. ¡Y una invitación a que te dejen al descubierto a ti!


Tal vez eso es lo que sucedió con Gabi. Un día te cruzas con una chica y la deseas. He reflexionado sobre ese momento un montón de veces. Ella y yo hemos hablado de ello en repetidas ocasiones, divertidos y perplejos. Recuerdo lo alta y delgada que era; y entonces sentí una sacudida, una violenta sacudida, cuando nos vimos y nos volvimos a ver. Algo de ella lo cambió todo. Aunque yo había deseado antes a otras personas, y no sabía nada sobre ella. Ella pertenecía a otro mundo. A partir de cierta edad, uno ya no desea que las cosas sean tan fortuitas. Quieres creer que sabes lo que haces. Tal vez eso explique lo que hice.


Lo siento niños y lo siento Susan.



domingo, 21 de febrero de 2010

Primera parte: Decir adiós

Dedicado: a mi amiga giuliana

Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al departamento de Víctor. Allí, durante un periodo indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido. Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible. Tal vez debería dejar una nota para decírselo: -Querida Susan: No voy a volver...-; Tal vez sería mejor telefonear mañana por la tarde. O quizá podría venir a verla durante el fin de semana. Todavía no he decidido los detalles. Es casi seguro que no le comunicaré mis intenciones ni esta tarde ni esta noche. Lo voy a posponer: ¿Por qué? Porque las palabras son acciones y provocan acontecimientos. Una vez pronunciadas, no puedes retirarlas. Sera algo irrevocable, y tengo miedo y estoy indeciso. De hecho, estoy temblando, y llevo así toda la tarde, todo el día.

Ésta. pues, puede ser nuestra última tarde como una familia honesta, completa e ideal, mi última noche con una mujer a la que conozco desde hace diez años, una mujer sobre la que lo sé prácticamente todo y junto a la que no quiero seguir más tiempo. Dentro de poco seremos como extraños. No, nunca seremos eso. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad. Seremos conocidos peligrosos con una historia en común. Aquella primera que ella puso su mano sobre mi brazo..., ojalá le hubiese dado la espalda. ¿Por qué no lo hice? Es desperdicio, qué pérdida de tiempo y sentimientos. Ella ha dicho algo similar sobre mí. ¿Pero realmente hablamos en serio? Estoy hecho un completo lío sobre todas estas preguntas.

Sentado en el borde de la bañera. contemplo a mis hijos, de cinco y tres años, cada uno en una punta. Sus juguetes, animales de plástico y biberones flotan en el agua, y ellos parlotean consigo mismos o el uno con el otro, por una vez sin pelearse ni gimotear. Son bulliciosos y vivarachos, y la gente comento lo felices y cariñosos que parecen. Esta mañana, cuando salía hacia el trabajo, consciente de que hoy tendría que tomar varias decisiones, el mayor ha insistido en que le diera otro beso antes de cerrar la puerta y ha dicho: <>

Mañana haré algo que les dolerá y les marcará. El pequeño llevaba hoy unos pantalones de algodón, una camisa gris, tirantes azules y un casco de policía. Mientras meto estas prendas en la cesta de la ropa sucia, me sobresalta un ruido procedente del exterior. Aguanto la respiración.

¡Ya!

Susan ingresa la bicicleta en el recibidor y saca las bolsas de la compra de la cesta.

Estos meses, y sobre todo los últimos días, esté donde esté -mientras trabajo, hablo o espero el autobús-, he pensado en esta ruptura desde todos los ángulos posibles. Viajando en el bus, me he pasado de paradero muchas veces, o he llegado a un lugar que me es familiar y no lo he reconocido. No siempre sé dónde estoy, lo cual es una experiencia agradablemente absorbente. Pero estos días tengo la impresión de que contemplo el mundo cabeza abajo.

He estado intentando convencerme de que abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer: Puede resultar doloroso, pero no tiene por qué ser una tragedia. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo. Sin duda, evolucionar constituye una infidelidad..., a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo. Tal vez cada día debería contener al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria. Se trataría de un acto optimista, esperanzador, que garantizaría la fe en el futuro..., una afirmación de que las cosas pueden ser no sólo diferentes, sino mejores.

Y, sin embargo, voy a cambiar a Susan, mis hijos, mi casa y el jardín lleno de plantas de marihuana y cerezos en flor que veo a través de la ventana del lavabo, por una habitación en casa de Víctor, donde habrá corriente y el suelo estará cubierto de polvo.

Víctor dejó a su mujer hace ocho años. Desde entonces -incluso sin contar a la prostituta china que tocaba el piano desnuda y llevaba todas sus pertenencias consigo cada vez que concertaban una cita - no ha tenido más que amores desdichados. Si suena el teléfono, ejecuta una suerte de danza aterrorizada, preguntándose qué oprobio está a punto de caerle encima y de dónde provendrá esta vez. Víctor, como puedes comprobar, sabe dar a las mujeres esperanza, a falta de satisfacción.

Los pubs y los restaurantes nos parecen más agradables. Debo decir que cuando Víctor no está sentado a oscuras, con los ojos hundidos y las pupilas dilatadas por la perplejidad y la rabia, puede resultar agradable, incluso divertido. A él no le importa si yo estoy poco hablador o especialmente locuaz. Está acostumbrado a mi manera de saltar de un tema a otro, siguiendo los impulsos de mi mente. Si le pregunto por qué su mujer todavía le odia, me lo dice. Como a mis hijos, me gusta que me cuenten una buena historia, sobre todo si ya la he escuchado antes. Quiero conocer todos los detalles y la atmósfera. Pero él habla lentamente, como hacen algunos ingleses. A menudo no sé si simplemente está pensando la siguiente palabra, o si no va a volver a abrir la boca. Aunque lo cierto es que agradezco estos intervalos, porque me permiten dejarme llevar por mis ensoñaciones. ¿Pero quiero yo monólogos y pausas, corrientes de aire y pubs todos los días?

Susan ha entrado en la habitación.

-¿Por qué nunca cierras la puerta del cuarto de baño? - me pregunta.

- ¿Qué?

- ¿Por qué no la cierras?

No sé qué responder.

Besa enérgicamente a los niños. Adoro su entusiasmo por ellos. Siempre que hablamos de verdad, es sobre ellos, sobre algo que han dicho o hecho, como si fuesen una pasión que nadie más puede compartir o entender:

Susan no me toca, pero acerca la mejilla a escasos centímetros de mis labios, de modo que para darle un beso tengo que inclinarme hacia adelante; una postura humillante para ambos. Huele a perfume y a calle.

Va a cambiarse y reaparece con unos tejanos y una sudadera, y un vaso de vino para cada uno.

- Hola, ¿cómo estás?

Me mira fijamente, para que repare en ella. Siento que mi cuerpo se contrae y se empequeñece.

- Bien - respondo.

Asiento y sonrío. ¿Ve ella algo diferente en mi cara hoy? ¿Ya me he puesto en evidencia? Debo de parecer hundido. Normalmente, antes de verla me preparo dos o tres posibles temas, como si nuestras conversaciones fuesen exámenes. El caso es que me acusa de que cuando estoy con ella no abro la boca. Si supiera cómo tartamudeo interiormente. Hoy estaba demasiado alterado para ensayar mi papel. Esta tarde me ha resultado especialmente difícil. Y el silencio, como la oscuridad, puede ser plácido; también es un lenguaje. Las parejas tienen buenas razones para no hablar.

Me cuenta que sus compañeros de trabajo la han dejado colgada.

- No dan la talla- dice.

- ¿En serio?

Susan está pasando por un momento difícil desde que la editorial fue comprada. Pero de todas formas es una mujer radical en sus opiniones sobre los demás, tanto si le producen entusiasmo como aversión. Y normalmente es aversión. Otros, incluido yo, la irritan y la frustran. Es perturbador cómo me veo obligado a compartir sus sentimientos, a pesar de que no conozco a las personas a las que se refiere. Mientras habla conmigo, entiendo por qué dejo la puerta del lavabo abierta. No puedo estar en la misma habitación con ella mucho rato sin tener la impresión de que tengo que hacer algo para que deje de estar tan enfadada. Pero nunca sé qué hacer y al poco tiempo tengo la sensación de que me va a empujar contra la pared y va a empezar a abofetearme.

La bañera se vacía lentamente, porque los juguetes de los niños tapan el desagüe. No quieren salir hasta que no quede ni gota de agua, y entonces se hacen bigotes y sombreros con la espuma que queda. Finalmente levanto al más pequeño. Susan se ocupa del otro.

Los envolvemos en gruesos albornoces con capucha. Cansados, con el cabello mojado y gotas de agua en el cuello, parecen un par de boxeadores en miniatura después de un combate. Discuten sobre qué pijamas se va a poner. El pequeño sólo aceptará la camiseta de Batman. Parece que ya a su temprana edad se sienten inseguros. Deben de haberlo heredado de nosotros.

Susan le da al pequeño un biberón, que él se lleva a la boca con las dos manos, como si fuese un trompetista. Contemplo cómo ella le acaricia el pelo, le da besos en los hoyuelos de los deditos y le frota el vientre. Él se ríe sofocadamente y se retuerce. Qué espléndida inocencia muestra un ser humano cuando no teme que le hagan daño. ¿Quién podría destruirla sin herirse así mismo? En la escuela -yo debía de tener ocho o nueve años - se sentaba junto a mí un chico apestoso que venía de una familia pobre. Un día, cuando todos nos poníamos en pie, se le deslizó una pierna por detrás de la banqueta. Yo la moví deliberadamente y se la aprisioné. Nunca se me ha borrado de la mente su expresión de inexplicable e inesperado dolor. Uno puede elegir entre comportarse bondadosa o malévolamente con los demás.

Llevamos a los niños a la planta baja, donde se recuestan sobre almohadones despreocupadamente, mientras chupan sus chupetes y miran El Rey León con los ojos entreabiertos. Parecen un par de señorones fumándose un puro en el campo un día de calor. Me piden galletas de chocolate, como si fuero yo el mayordomo. Las cojo de la cocina sin que Susan se percate. Los chicos tienden sus dedos golosos, pero no apartan la mirada del televisor. A medida que avanza la película, no sólo murmuran los diálogos, sino que también imitan los efectos sonoros. Al cabo de un rato recojo las migas y, después de preguntarme qué hacer con ellas, las tiro en un rincón.

Susan trabaja en la cocina, mientras escucha la radio y contempla el jardín. Le gusta hacerlo. La vida con su familia, como la mía, ha sido más bien desagradable. Ahora se toma muchas molestias para comprar bien y preparar buenas comidas. Incluso si tomamos comida preparada, no nos deja comer entre una maraña de periódicos, libros infantiles y correspondencia. Saca servilletas, enciende velas y abre la botella de vino, insistiendo en que disfrutemos de una comida familiar como Dios manda, incluyendo los silencios incómodos y las discusiones violentas.

A Susan le gustan las subastas, en las que compra cuadros, grabados y muebles insólitos, a menudo con algún adorno de gastado terciopelo. Tenemos un montón de lámparas, almohadones y cortinas, algunas de las cuales cuelgan en medio de la sala, como si estuviera a punto de empezar una representación teatral, y de las que trato de evitar que los niños se cuelguen para balancearse. En todas las habitaciones hay grandes sillones, televisores, teléfonos, pianos, cadenas de música, los últimos números de las revistas y los libros más recientes. La mayor parte de la gente no disfruta de una comodidad, una abundancia un sosiego como éstos.

Pero no me siento en casa en mi casa. Mañana por la mañana abandonaré todo esto. Definitivamente. Adiós.

sábado, 30 de enero de 2010

I open & close

Cierro los ojos, me estoy imaginando como estará mi ex enamorada en este momento...
abro los ojos, no entiendo porque el masturbar mi sexo no puede llenarme.

Vuelvo a cerrar mis ojos, me pongo a pensar como seria tirarme una flatulencia dentro de un ascensor lleno...
que mas me queda que abrir los ojos, estoy en la oficina con un dolor de estomago de mierda.

Por inercia vuelvo a cerrar mis ojos, me imagino que sensación tan enferma y complaciente seria besar a todas las féminas de esta sala...
los abro inmediatamente, me encuentro en el cine con mi enamorada.

Una vez más los cierro, estoy besando a un chico que conocí la vez pasada en una discoteca gay...
abro los ojos, me encuentro en plena reunión de puros hombres hablando de nuestra tan digna y seguro masculinidad.

Que costumbre de cerrar los ojos, descuartizar a este gato negro se me hace un placer...
abro los ojos, como me encanta ir al zoológico con mi hermano menor.

Por última vez cerrare los ojos, me veo destruyendo a esta estúpida civilización que se adjudica el adjetivo de desarrollados...
me da miedo de abrir los ojos, pero soy parte de este sistema.

domingo, 17 de enero de 2010

ESTRES


Camino... el mero hecho de caminar me estresa,
un dolor en el tobillo, una semana que convivo con él,

me estresa recordarlo.

Observo... una avenida muy larga y ancha para mi gusto,
cruzarla también me provoca estrés,
abro mis ojos asfixiados de tanta lata movilizándose,
quedarme en el centro de la avenida, eso también me genera estrés.

Escucho... una bicicleta se moviliza por la ciclovia,
se acerca, yo me estreso más aun,
sentirla a mi lado derecho, me estresa,
la tumbo, mi estrés se detuvo,
pero el hecho de haberla tumbado me estresa nuevamente.


Bostezo... instantáneamente entre el smog por mi boca, odio el smog,
si tuviera buen sabor creo que no me molestaría,
pero eso hace también estresarme.


Toco... el pecho de la mujer de mi costado,
lo disfruto placenteramente,
pero me estresa saber que no son naturales.

Me estreso... y me estresa más aun saber que todo en la vida trae consecuencias,
lástima que me estresaría descubrirlos,
pese que ya estoy muerto.