miércoles, 5 de junio de 2013

LUNES.



Todos mis días encierran cierta monotonía en mis quehaceres parlamentarios. Sin embargo, la excepción a la regla la hacía el día lunes, ya que era el día en que la agenda estaba más recargada. En realidad es todo un problema tener un cargo público, comenzando por tener que levantarme programadamente al primer rayo de sol. Pero era inevitable, mis distintas condecoraciones y diplomas en diferentes escuelas nacionales e internacionales hacían que sea competente para el cargo.

Algo que tengo que confesar es que casi nunca me siento solo, ya que siempre estoy rodeado de dos guardaespaldas sin cuello, escasos de expresión en su rostro, que más parecen gorilas de circo con corbata. Mi único consuelo era que mi compañero Jaime siempre me acompaña a la oficina. Además siempre es genial salir de casa y ver estacionado en el portón al Mercedes Benz SE300 que  a menudo cumplía la misma ruta todos los días hacia el edificio –en el centro de Lima- donde desempeño mi difícil y complejo labor.

Lo maravilloso era tener al congreso cerca de la oficina. Oficina que se encontraba en esos edificios que desde lejos sacas que pertenecen a una entidad estatal. Por sus mil detalles que salen a simple vista. Como lo eran sus estructuras antiguas y monocromas de más de diez pisos envueltas de una capa fina de acumulado smog. Con puertas gigantes de vidrio reforzado. Además, mayólica y madera convivían armoniosamente en su interior. Era inevitable no darse cuenta a simple vista que el tiempo había sido muy cruel con él.  Asimismo un par de guardias, con aspecto de ser rigurosos a las normas de seguridad resguardaban la integridad del edificio junto a un detector de metales de color plateado. Creo que era por esa severidad que al comienzo sentía que generaba incomodidad en el edificio pero luego de un tiempo eso cambio, y hasta el día de hoy, que me tratan ya como una alteza.

Mi oficina se encuentra en el octavo piso del coloso. Era un rectángulo de 40 m2., dividido en dos ambientes, que me proporciona mucha comodidad aunque no se puede negar que el ambiente huele a madera podrida.

Como correspondía a todo buen Lunes, era necesario - casi indispensable- salir a buscar a la perra de la oficina del piso siete. En estas ocasiones si era un gusto bajar las escaleras y perderme en mi conmoción de estar junto a la perra en su despacho.

Entre a su oficina velozmente. Y felizmente estaba allí sola para mi suerte. Me apoyé en el marco de la puerta para contemplar su silueta voluptuosa y su circunferencia de carretera recién asfaltada. Para luego tomar la decisión de sacudir mi humanidad y con la seguridad que me represente, entre a la oficina.

- Hola bebé, me dijo sorpresivamente.

- Hola, respondí

- ¿Qué esperas ahí parado?, ¿acaso no vas mover eso que mueves tan bien?, sentenció.

Nuestras conversaciones solían ser bien cortas, pero la de hoy batió todo los records en nuestro haber. Ya sin darme cuenta, en pleno acto sexual me dijo lo que siempre me decía cuando le daba por atrás.

- Y querido, esta vez si te vas a quedar acompañándome todo el día.

- Esteeeee, susurre.

De hecho me gustaba la idea de quedarme haciéndolo en pleno piso junto a la perra. Pero no tenía la intención de ser ampayado y salir en la primera plana de algún periódico de cincuenta céntimos.


Ya estando en mi despacho y dejando atrás el recuerdo mental de la silueta que tanto me enloquecía visitar los lunes, comencé a pensar que la vida del congresista era para los más capaces y para los que en verdad se la querían jugar por el país, porque no conozco gente que tenga tantas reuniones con empresarios por día y que generen tantas utilidades para las arcas del Estado. Y pregúntenme a mí, que eso es lo que veo día a día.


Pasan las horas y ya se nos hace tarde para la última sesión. Jaime y yo salimos volando de la oficina. Era necesario de todas maneras ir a marcar tarjeta. Los pasadizos de los pisos de este tipo de edificio son siempre tan lúgubres y largos que siempre me hacen acordar al “hotel Stanley” de la película “El Resplandor”. Esta vez si no pretendía bajar por las escaleras. Ocho pisos si hacen cansar a cualquiera, pero felizmente si habían considerado instalar ascensores en este edificio. Al instante, las puertas del ascensor se abrieron y un sujeto nos dice: - Buenas tardes. Velozmente desplazo mi pescuezo para saber quién era. Dándome con la sorpresa que era otro de los nuevos practicantes de alguno de los colegas.

- Señor a qué piso van?

Jaime respondió por mí.

- Al primer piso por favor.

Ya en el ascensor el mismo sujeto volvió a platicar con nosotros.

- Señor, ¿se enteró?

- ¿Qué cosa?, respondió Jaime.

- Chaparon al “come cuy”. Hoy salió a primera hora en el noticiero. Parece que la fiscalía está comenzando a chambear por fin.

- Cuando no se hacen las cosas bien, suele pasar eso. Refirió nuevamente Jaime.

- Ahora ya no se puede hacer nada extra. Hay que tener cuidado señor.

Mientras veía a Jaime responder. No podía ignorar el hecho que era todo un personaje, bien capo en lo que hace y muy seguro de sí mismo. Trabajo con él desde hace mucho tiempo. Creo que siempre hacemos un gran equipo. Solo vasto unos segundos más para que el ascensor se vuelva en un espacio de carcajadas. De un momento a otro Jaime se puso serio nuevamente, frunció el ceño e hizo una mueca burlona con su boca y dijo: ¡Pero, ojo, el trabajo es difícil y sacrificado. ! Siempre hay uno que debe caer. Y nuevamente comenzó una segunda ola de carcajadas de dos pisos de duración. Mientras yo pensaba que ya era hora que cambien estos viejos ascensores.


Estando en el congreso me sentía tan bien. El piso estaba alfombrado de tal manera que parecía césped recién podado. Además, era tan ameno estar envuelto en un ambiente tan familiar de ladridos y mordidas. Felizmente solo era cuestión de tiempo para regresar a casa. Solo era un asunto de votar y suspender a un colega que no había hecho bien el faenón.

En el preciso instante en que estábamos saliendo del pleno nos embiste un periodista. Y casi gritando nos ladra:

“Congresista, es verdad que no pasa del día de hoy para que el Poder Judicial lance una orden de arresto contra su persona”

Algo que se aprende en la cancha –y que lo sabía muy bien Jaime- es que se debe de ignorar las difamaciones y decir educadamente y sin exaltaciones declarar:

“No me vengan con tonterías. Todos saben que me quieren interpelar para que la oposición tenga la mayoría en el pleno.”

En ese momento abandonamos el congreso y nos enrumbamos a casa con Jaime y los gorilas de etiqueta. Me preocupaba el tema de la interpelación. Pero todos sabemos que a los bravos siempre le salen las cosas airosamente.

Al llegar a casa la conmoción que se armó fue única. Todos estaban como locos haciendo llamadas a números telefónicos de una agenda color negra. Otro estaba viendo por internet las últimas noticias en el portal de El Comercio. Mientras Jaime estaba alistando su maleta. Y en ese instante vi a otra conocida, era el practicante del viejo ascensor, con una orden de arresto en la mano y un juego de esposas brillantes en la otra.


Sin darme cuenta bastaron 5 minutos para encontrarme solo en la habitación con ganas de que llegue Jaime y ordene que destapen una lata de comida premium para mí, el perro guía.


... Fin ... 

lunes, 10 de diciembre de 2012

"La casa que se dejo ser tomada"



Dedicado a mi familia.




AGRADECIMIENTO: 

Agradezco la inspiración que me dieron los cuentos de Julio Cortázar como lo son: La casa tomada (Bestiario), del cual me inspire el nombre de este cuento; y Final del juego (Final del Juego), por devolverme la emoción de contar una historia.
A julio Ramón Ribeyro, por su cuento: Los gallinazos sin plumas, por esa capacidad de reencontrarme con mi niño interior.
También agradezco a la casa de Breña donde viví gran parte de mi afortunada niñez, de donde saque gran cantidad de pasajes aquí mencionados. Y finalmente agradezco a mi familia por siempre ser una fortaleza y pilar en mi vida. 




* * * INICIO * * *



Era un día de verano bochornoso y estaba encerrado en un bus interprovincial rumbo a Lima. Era tan aburrido el viaje que decidí echarme en las piernas regordetas de mi tía Juana con un ojo abierto y el otro cerrado, para saber si ya habíamos llegado a nuestro destino. Mi única diversión era preguntarle a mi tía cada cinco minutos: 

-¿Ya estamos cerca?, ¿Cuánto falta?, ¿Por qué se demoran tanto? ¿No tienes hambre?

Después de un pan con pollo con papitas al hilo, una gaseosa “chiki” sabor naranja y una bolsa de chifles llegamos a eso que mi tía llamaba Lima, la ciudad de las oportunidades. No recuerdo a ver visto antes tanta gente reunida en un mismo lugar, pareciese que había una gran feria, como las que se hacían en mi pueblo los días Domingos. Pero esta era mucho más grande, porque abarcaba todas las cuadras hasta donde mi vista alcanzaba. En ese momento mi tía hablo:

-Deja de poner esa cara sonso y cierra la boca, que ahorita se te va a meter una mosca.

En ese instante, mi tía me cogió la mano derecha con fuerza, se inclino a mí y me dijo susurrando al oído: 

-Papito vamos a ir a la casa de tus tías que viven en Breña. Allí nos vamos a quedar. ¿Ya? 

Inmediatamente brotaron en mí muchas preguntas como: 

-¿Quiénes son esas tías que viven en Breña? ¿Nos vamos a quedar aquí? ¿Y qué paso con nuestra casa en Ayacucho?


* * *


Luego de haber tomado un bus de color mostaza y haber caminado seis cuadras, llegamos a la puerta de la casa de mis tías. El nombre de la calle no se podía ver pero si el numeral de la puerta, decía algo de: 

“Jr. R….y 218”

Sin embargo, en este instante no me interesaba mucho eso, lo que en verdad me interesaba era llenar mi estómago. Tengo tanta hambre, que juro me habría comido tres cuyes yo solo. Pero creo que otra vez di paso a las moscas a mi boca, porque nunca había visto una casa tan grande. Tenía 4 pisos. Un gran portón de entrada. Dos garajes en los extremos. Y muchas ventanas de diferentes dimensiones. 

Fue en ese momento, que el gran portón metálico negro se abrió. Y nos recibió una señora alta de contextura delgada. Todo lo contrarío a mi tía Juana. Ella era mi tía Flor. Tenía 34 años. Era soltera. Y no tenía hijos. Me cayó muy bien desde el principio. Eran de esas personas que tienen algo especial pero que no lo llegas a descubrir así te quedes toda el día viéndolas. 

Al ingresar a la casa, nos cruzamos con un gran zaguán, con 3 puertas en cada lado y una banca larga de madera para los invitados. Seguimos de frente y nos topamos con una larga escalera de madera, como las que veía en los cuentos ilustrados que mi tía me traía de vez en cuando. Tenía unas ganas inmensas de subir por ellas, para poder así investigar y descubrir todos los secretos que escondía la casa. Pero mi tía Flor no me lo permitió. Me dijo que primero debía de conocer a mis otras tías que estaban en la cocina. Entonces seguimos por un largo pasillo hasta llegar a una cocina grande –diría gigante- que prácticamente era la sala y comedor de mi casa en Ayacucho. En ella estaban mis otras dos tías. Mi tía María y mi tía Sara.

Antes de poder entrar a la cocina y decirles a todas: Buenas tardes. Mi tía María me dijo:

-Por dios, acaso este niño nunca come. Pero miren como esta, todo flacuchento. 

En ese instante, mi tía Sara, acompaño el comentario de mi tía María:

-¡Ah no no no! Yo no voy a tener ningún sobrino desnutrido. 

Al acto, mi tía Sara, puso ante mí un plato hondo –mas parecía una sopera- de caldo de pollo hirviendo.

-Toma hijito, con eso te vas nutrir. Esta muy rico.

No estaba acostumbrado a tomar tanto caldo. Creo que nunca me habían servido de tal forma. Yo no me sentía desnutrido o flacuchento. Pero es mejor hacerles caso a mis tías. Aparte que era la primera vez que las veía. Se la pasaron hablando toda la tarde hasta la noche. Y por fin me paso lo que quería que pase. Me hicieron subir por las escaleras. Era curioso porque las escaleras sonaban con cada pisada. A mí me gustaba eso, porque pareciese que ellas me hablasen sobre la casa. Mis tías nos indicaron cual iba a ser nuestro cuarto. Desempaque mis cosas. Me puse mi pijama. Y me eche en la cama. 

Me gustaba mucho la casa. Ahora conozco a tres tías. Vivo en una casa grande con techos altos y pisos decorados por cerámicas de todas las formas y tamaños. Parecía que esto no iba a estar tan mal como pensaba.


* * *

Era Domingo. Ya era mi segundo día en esa casa construida de madera y cal. Creo que para ser mi primera noche, dormí tranquilo. Aunque tengo que confesar que la casa me daba un poco de miedo, por el simple hecho de ser tan grande y vieja. Mas en la noche, cuando no había ruido, ya que se podía escuchar la madera del piso y la escalera crujir a cada rato. Creo que eran los fantasmas de los antiguos dueños de la casa, que salían a caminar por los pasillos para cuidarla.

Era una mañana calurosa. Y mi tía Juana me mando a comprar una gaseosa de dos litros a la tienda del frente. Felizmente estaba cerca y casi siempre parecía parar vacía. Me acerque al señor de la tienda, era un tipo gordo de media estatura y con poco cabello. Le pedí por favor una gaseosa de dos litros retornable. En eso el señor me pregunto: 

-¿Helada o sin helar?

En ese momento dude un instante, porque mi tía no me había dicho como la quería. Mientras pensaba que responde el señor me lanzo otra pregunta:

-¿Amiguito, eres nuevo en el barrio no?

No se me ocurrió otra respuesta, que decirle lo que me dijo mi tía Juana al llegar a Lima: "Son los 90's y estamos viviendo el proceso de migración del campo a la ciudad, el cual es necesario para propiciar la equidad entre todos los peruanos." Lo único malo es que no sabía que significaba migración ni equidad. Pero no me quedo otra que funcionar como un disco rayado y repetir todito lo que mi tía me dijo:

-¡Señor! Mi nombre es Michael, y soy de Ayacucho. Ahora estoy viviendo con mis tías en la casa de afrente. Le cuento que son los 90's y estamos viviendo el proceso de migración del campo a la ciudad, el cual es necesario para propiciar la equidad entre todos los peruanos. Y por favor deme la gaseosa helada si no es una molestia.

El rostro del señor cambio de uno de interrogador a uno anonadado. Y con una voz pausada declaro:

-Está bien jovencito, ya me quedo claro, ahorita mismo te despacho tu gaseosa al polo.

En el momento en que estaba saliendo de la tienda escuche al señor decirme desde lejos:

-Gracias por la clase de realidad nacional niño. 


* * *

En la casa, de lunes a Viernes eran otra cosa en comparación a los fines de semana. Por el solo hecho que había más gente y eso era emocionante para mí. Esto era debido a que mis tías María y Flor tenían un taller de confecciones de ropa de trabajo, el cual les había dejado mi abuelo junto a la casa. Eran mujeres muy trabajadoras. Se levantaban a las 6 am. para hacer el desayuno y abrían a tiempo la puerta al personal. Funcionaban como una gran orquesta. Mi tía María se encargaba del tendido, los moldes y el corte en el segundo piso. Mientras mi tía Flor, en el primer piso, se encargaba de coordinar el trabajo para los operarios de las máquinas de coser y remallado. Y ambas se encargaban de hacer el despacho a los clientes que llegaban en fila todos los viernes al mediodía. 

Era tan divertido pasearme entre el primero y el segundo piso para poder observar que hacían los trabajadores. En verdad eran personas muy interesantes, cada uno tenía una familia que sacar adelante, una historia que contar, cientos de sueños por realizar, miles de problemas que solucionar y una máquina que operar. 
Aunque a mí nunca me agradaba llamarles trabajadores. Me tarde una semana en recordar el nombre de todos, y otra semana para saber un poco mas de ellos. 

Era todo un placer ver como operaban las máquinas, y como lograban hacer que el remallado salga tan recto. En verdad era gente con mucha habilidad y destreza en las manos. Me encantaba aprovechar el tiempo cuando se iban al baño o a comprar algo a la tienda. Ya que allí aprovechaba para montarme a la nave, que era la máquina, para poder hacerla sonar presionando el pedal:

"RrRrRrRrRrRrRr"

A las tres semanas yo ya era un profesional en costura y operatividad de máquinas industriales. Me conocía todas las máquinas desde la más antigua hasta la más nueva, desde la más sencilla a las más compleja de operar. Por eso más de uno quería que yo fuese su asistente. Yo les decía bromeando:

-Pero cobro por horas conste.

Y todos se reían en coro. 

Un día mi tía María llego de sorpresa por la tarde al taller. A ella no le gustaba que estuviese mucho tiempo con el personal de la empresa. Decía que estaba bien que se los tratará con respeto y humildad pero que eso no significaba que debíamos hacer su trabajo. Siempre me recalcaba que yo iba hacer el que sacaría la empresa adelante. Y para mi mala suerte, ese día, yo estaba debajo de la mesa de corte. En eso escuche sus pisadas prolongadas aproximándose a la mesa:

- Michael, sal de ahí debajo. 

Por un instante, me quede mudo, luego de unos segundos salí por el otro lado de la mesa. Y le dije a mi tía:

- ¿Cómo te va tía?

- ¿Qué hacías ahí debajo? 

- Estaba contando los royos que van a tender el día de mañana. Quería separarlos por color y calidad.

- ¡Panfletos!. Ya te dije que tienes que ir leyendo porque ya vas a empezar el colegio.

- Pero tía, falta mucho. 

- ¿Con qué mucho? Te informo que en tres semanas inician las clases.

- Ves tía, falta mucho. Aparte a mi no me gusta ir al colegio. No te enseñan nada útil que valga la pena en la vida.

En eso mi tía lanzo una carcajada.

JA JA JA

- Ahora tu sabes mucho de la vida. Le diré al padre Manuel que te exija el doble. Para que así no digas que no te enseñan. 

En ese momento comprendí que es importantísimo sincronizar la boca con el cerebro. No sé si a fin de cuentas tenga la culpa yo, que siempre refuto todo. 

Sentí una mano en mi hombro y era mi tía que me estaba llevando a la habitación del al lado. En eso con una voz - como nunca- melodiosa me dijo lo siguiente:

- Michael tienes mucha energía y buenas intensiones. Eso te llevará muy lejos, no lo dudo. Pero debes entender que debes estudiar, no para aprobar el colegio sino para la vida. Papito, te juro que en este mundo sin conocimiento te van a engañar y manipular de mil y un maneras. Pero si tienes ese conocimiento vas a poder hacer cosas grandes por la humanidad. Y estoy seguro que serás un magnífica persona en todo lo que hagas.

Cuando termino de decirme esas palabras. Se acerco a mí y me dio un beso en la mejilla. Otra vez me habían dejado con cara de bobo, pero esta vez me sentía feliz.


* * *


Ya había pasado un par de semanas desde que mi tía había hablado conmigo. Para esto, yo ya me había apropiado de la casa. Ya tenía cuatro bases secretas, un columpio hecho de retazos de tela , muchos accesorios hechos con los saldos de los pedidos y muchos amigos

La casa parecía tratarme bien. Me dejaba transitar por ella desde el zaguán del primer piso hasta el techo, del cuarto piso, donde tendíamos la ropa. Era genial deslizarme por todos los rincones de la casa. Cada día era una nueva aventura. No sé si veía muchas películas por la televisión. Juraría que la casa tenía pasajes secretos por descubrir. En las mañanas aparte de ayudar en el negocio también me gustaba jugar escalando paredes. Me creía todo un Indiana Jones. Tenía mi látigo, mi sombrero y mis zapatillas que parecían botas.

Mi hora favorita era la hora de almuerzo, nadie era mejor que mi tía Sara, siempre me decía que si las cosas las hacía con amor y pasión estás siempre salían exquisitas. Le gustaba mucho prender la radio y sintonizar su estación favorita del recuerdo. En esa hora en la que permanecía en la cocina, ella era la sensación de la casa. Una estrella como ninguna. Y yo corroboraba chupándome los dedos.

Cuando ya eran las seis de la tarde. Me gustaba tirarme en el sillón que había frente al televisor. Eran de esos sillones antiguos de madera con gamuza que pesaban cien kilos y que costaba moverlos. El esfuerzo valía toda la pena porque la sensación de recompensa era única. Poder acurrucarse en el era tan exquisito que podía quedarme dormido en el, y yo no ni cuenta me daba. El televisor también era antiguo. Lo peor era que tenías que pararte para cambiar los canales porque no tenía control remoto. Ya que eran de esos modelos que tenías que pelearte con el sintonizador de canales, porque a veces se atascaba, entre canal y canal. tenías No sé por qué las cosas antiguas pesan tanto y te demandan mucho esfuerzo, pero eso sí, nunca te fallan.


* * *


La casa nunca dejo de sorprenderme. Un día que estaba bajando la ropa seca a la lavandería. Me percate que algo se movía debajo del armario, en donde colgaban las camisas planchadas. Me dio un poco de miedo aproximarme al armario y agacharme para ver qué era lo que se encontraba allí. Imagine que era una rata que se había metido a la casa. No era un cobarde sino que siempre había tenido un trauma con los roedores. Es por eso que me agache a una distancia prudente. 

- Eso no es una rata, dije en voz alta.

Todo lo contrario era un gato negro. Que estaba acurrucado debajo del armario. Cogí una escoba y comencé a empujarlo. Lo primero que escuche:

"Gggghhhhhhhhhh...."

Creo que no le gustaba para nada que le hiciese eso. Pero no me iba a dejar vencer por un gato. Cuando por fin salió a la luz pude confirmar que no era un gato sino una gata. Y estaba preñada. 

Entonces le pregunte:

- ¿Quieres quedarte? ¿Quieres comer algo?

Cogí una manta roja y la puse debajo del armario. Al ratito le traje un plato de comida. No basto ni un segundo para que la gata se avalanchará contra la comida Luego solo se digno por maullar e irse al armario a calentarse con la manta roja que le había puesto.

Felizmente mis tías me dieron permiso de quedarme con la gata, pero iba a estar bajo mi cuidado. Mi tía Juana decía que esto me haría más responsable y mas hombrecito.


* * *


Al día siguiente, me di con la sorpresa que toda la escalera estaba llena de plumas, que estaban cayendo del segundo piso. Al subir un poco mas por las escaleras llegue a ver como la gata estaba comiéndose una paloma y la estaba desplumando. Me dio una rabia inmensa, no entendía por qué se estaba comiendo a esa palomita si yo ya le había dado de comer. Me parecía injusto que haga eso. Fui corriendo a dirección del crimen y aparte a la gata de la paloma. La gata de un brincó se aparto y me volvió hacer su gruñido. 

Me dio una pena inmensa no poder hacer nada por la paloma. Luego recordé un documental en la televisión, en el que mencionaban que en la naturaleza había algo que se llamaba el ciclo de la vida. Que siempre va haber un depredador y una presa. Uno fuerte y otro débil. Además, entendí que la gata estaba preñaba y tal vez necesitaba más comida. O tal vez que estaba en su instinto matar palomas. Tengo que declarar y ser sincero que el documental de la televisión no se veía tan triste.

Lo bueno vino a la semana siguiente cuando nacieron los gatitos. Eran seis crías. Habían de todos los colores. A mí me gustaba más el de color plomo con rayas blancas. Me agradaba tanto que la casa congregará tanta vida. Fue toda una aventura poder cuidar a los gatitos, en un principio la mamá gata no me dejaba cogerlos pero basto una semana para que ya pudiera cargarlos y jugar con ellos.


* * *


Ya estaba por terminar Febrero. Pero yo estaba feliz de la vida con mis gatitos. En eso se abrió la puerta de la lavandería e ingreso mi tía María. Se acerco a mí a paso acelerado, como siempre suele hacerlo, y me comento que el Lunes empezaría clases. Que me vaya alistando y preparando para mi primer día. 

Yo aun no podía asimilar la noticia. No podía crear que el tiempo había pasado tan rápido. Y no entendía porque tenía que alistarme y prepararme para el primer día. A caso me iría a una fiesta o festividad. En verdad no entendía como era el colegio en Lima.

No basto ni cinco minutos para que mi tía María me haga las medidas de mi uniforme y se los pasará a mi tía Flor para que lo confeccionara. Por otro lado, mi tía Sara ya me estaba preguntando: -¿Qué deseaba de lonchera para la próxima semana?-. Mientras que mi tía Juana me enseñaba los útiles que utilizaría para el colegio. Solo en la primera bolsa habían cuadernos, lapiceros, libros, folders, temperas. 

Sentía que todo era innecesario, que solo bastaba un cuaderno y un lápiz para ir al colegio. Pero yo solo las deje ser ellas mismas. Ya que las veía feliz haciéndolo. Creo que cada una de mis tías tenía algo en especial, que las hacía únicas; algo que hacían que me sienta en un hogar. Y cuando estaban juntas se les veía como un gran equipo. Como toda una familia. Como la familia que ellas querían ser para mí en esta casa que se dejo ser tomada.


* * * FIN * * *

jueves, 19 de abril de 2012

Los accidentes de mi vida (descripción de un sueño)

Terremoto...
Un camino accidentado y medroso.
Y un primer y único te quiero dicho a mi papá.

Tsunami... 

Una futura familia, a la que tuve que ayudar con su camioneta a ser empujada,
me hace recordar a una parte de mi familia
que llegué a olvidar al punto de borrar sus rostros de mi memoria,
y mírame a mi haciendo el trabajo de recordar y sentir otra vez.



Diluvio...
El pasado siempre tan influyente y sorpresivo.
Reencuentro con un amigo y en la colina vecina a un viejo amor.

Huayco...
Un paisaje cambiante pero fantásticamente real con cada respiro. 

Cataratas contra-gravedad, lagos en el cielo, nubes en la superficie, ríos sin un origen y sin un fin, y plantas trepadoras por excelencia.
Ya quiero volar.

Erupción... 

Columbio que no se columbia.
Y el sudor eruptivo que deja en mi frente este sueño descabellado,
del que quiero poner pause para luego poder volver a soñar,
pero lástima,
ya estoy en la realidad.


Representación visual de mi sueño (foto referencial)

viernes, 20 de mayo de 2011

Los números y sus consecuencias

Ojos hinchados por 12 horas continuas frente al ordenador,
estomago revuelto por las 7 tazas de café, con 3 cucharitas por favor,
piernas adoloridas por terminar 1 día parado 
en medio del tráfico de las 6 pm. en el bus,
cabeza revuelta por 100 hojas llenas de cifras y acrónimos que aprender,
y sexo reprimido por 60 horas de hacerlo con la silla giratoria de oficina.
Vida solo una, la vida de números y consecuencias que decidí vivir.

Obra del español: Marc Boixader Nieto "Cayer de la Luna"

jueves, 22 de abril de 2010

Segunda Parte: Lo siento

Me siento en el suelo, cerca de los niños, y me desabrocho la hebilla del cinturón cuando logro localizarla entre los pliegues de mi barriga. Por una vez ni cojo el periódico ni me pongo a mirar la película, sino que observo a mis hijos, sus pies, sus orejas, sus ojos. Esta noche en que estoy y no estoy aquí -ya soy casi un fantasma- no beberé, ni me colocaré, ni me pelearé. Tengo que ser consciente de todo. Quiero grabarme una imagen mental que pueda llevarme y evocar cuando esté en casa de Víctor. Será la primera de las pocas cosas que esta noche debo elegir para llevarme.

De pronto siento náuseas y me tapo la boca con la mano. Se me pasa. ¡Pero ahora tengo ganas de gritar! Me siento como si fuese un avión que cae en picado. Veré a los niños tantas veces como me sea posible, pero echaré de menos ciertas cosas de esta casa. El desorden de la vida familiar: las voces de mis hijos cuando cantan su versión escandalosa de "El patito feo"; contemplarlos mientras miran la televisión con sus binoculares nuevos; los tres bailando al ritmo de los Rolling Stones, el mayor en precario equilibrio encima de la mesa de centro, el otro saltando sobre el sofá; observarlos cuando montan en sus bicicletas y ver como se alejan rápidamente de mí dando gritos; mirar cómo bajan por la calle soleada con sus cometas encima de sus cabezas entonando "vuela vuela cometa". Una vez cuando el mayor era un bebé, vomitó dentro de uno de mis zapatos, y yo no me di cuenta hasta que estaba en el taxi camino del aeropuerto.


Si regreso a casa y los niños no están, aunque tenga un montón de cosas que hacer, puedo pasarme el rato yendo de una habitación a otra, esperando a que sus caras asomen por las puerta y su caótica energía reanime el mundo.


¿Qué puede ser más importante? Perdido en mitad de mi vida y sin posibilidades de volver a casa, ¿en nombre de qué tipo de experiencia me imagino que estoy renunciando a todo esto? He tenido un montón de experiencias emocionales con hombres, mujeres, colegas, progenitores y conocidos. He leído, pensado y hablado durante años. Pero, esta noche, ¿en qué me va a ayudar todo esto? Tal vez debería sentirme impresionado por el hecho de que no me he atado a las cosas, de que me siento lo suficientemente suelto y libre para marcharme por la mañana. ¿Pero de qué me sirve esa libertad? Sin duda la libertad única consiste en poder elegir, en eximirse con esa libertad de las obligaciones que a uno lo atan a la vida..., en implicarse.



No voy a poder dejar de sentirme confuso. Pero por la mañana más vale que haya aclarado sobre ciertas cosas. No debo caer en la autocompasión, al menos no por más tiempo del necesario. Me he dado cuenta de que no son mis bajones anímicos en sí lo que me frustra, sino su intensidad y la incapacidad de determinar su duración. Si me siento un poco abatido, temo pasar por una depresión de un año. Cada vez que Gabi, mi amante hasta hace poco, tenía una actitud distante y agresiva, yo creía que se iba a alejar definitivamente de mí.


Esta noche mi sentimiento predominante es el miedo al futuro. Al menos, dirán algunos, es mejor que las cosas nos provoquen temor antes que aburrimiento, y la vida sin amor es un inacabable aburrimiento. Puedo tener miedo, pero no soy un cínico. Estoy intentando actuar con firmeza. Esta noche lo voy a pasar mal.


También debería reflexionar sobre qué es lo que me gusta de la vida y de la gente. De lo contrario me arriesgo a convertir el futuro en un desierto, eliminando toda posibilidad antes de que nada pueda fructificar. Es fácil matarse sin morir. Por desgracia, para alcanzar el futuro uno tiene que vivir el presente.


Mientras reflexionaba sobre todo esto, he pensado en un montón de gente que parece haberse pasado la mayor parte de su vida deprimida, y ha aceptado un estado de relativa infelicidad como si fuese su obligación. ¿Cuánto tiempo me han hecho perder mis numerosas depresiones? Al menos tres años. Más tiempo del que ocupan todas mis satisfacciones sexuales juntas, de eso no me cabe duda.


Me animo a mí mismo a pensar en los placeres de ser un hombre soltero en Lima, en las cosas agradables que podré hacer. Mis hijos levantan la vista cuando oyen que me río solo. La otra noche, Víctor va a un bar, conoce a una mujer que lleva un aro en la lengua y que lo invita a su cuarto en pleno centro de Lima. A la mujer le gusta que la aten; dispone de todo lo necesario para ello. El piercing que lleva en la lengua recorre los testículos de Víctor; como si fuera, según sus propias palabras, una babosa con una canica en la cabeza. La broma sobre la posibilidad de perder las llaves. A Víctor se le acaba resintiendo el culo.


Al día siguiente llama a una hora inconveniente e insiste en que desayunemos juntos para contármelo. Le explico que la niñera, tal como les suele pasar a las niñeras, ha perdido el deseo de vivir y que es difícil encontrar una canguro a primera hora de la mañana. Pero al final voy al café, feliz de haber podido salir de casa y de que alguien me sirva el desayuno en lugar de corretear de un lado a otro, como habitualmente hago, sosteniendo unas tostadas con mermelada que inevitablemente acaban en el suelo boca abajo.


Víctor no omite ni el más mínimo detalle.


- ¿Y tú qué hiciste? - me pregunta educadamente al final.


Suspiro. Vestido con un bóxer y echado en la cama, estuve bebiendo una cerveza, fumando y escuchando uno de los últimos éxitos de Aerosmith.


La mujer y él no se volvieron a encontrar. Casi todas las noches Víctor ve la televisión solo, con un plato de salchicha y patatas chips sobre las rodillas, y uno o dos sándwich de hot dog como guarnición.


Otro amigo: un tipo rollizo, de mediana edad y alcohólico que trabaja como contable. Yo envidiaba su entusiasmo cuando hablaba de la vida que el matrimonio, por el momento, le impedía disfrutar. Al principio había trabajado demasiado para aprovechar suficientemente su libertad de adolescente. Un buen día abandona a su esposa, se compra ropa interior nueva, loción para después del afeitado, gemelos, un brazalete y tinte para el pelo. Se presente ante mí.


Abro los ojos y una boca tremendamente.


Finalmente digo:


-Nunca has tenido mejor aspecto, gordito.


- Tan alentador como siempre -dice-. Gracias, gracias.


Nos estrechamos la mano y él se marcha hacia los clubs de solteros y bares para divorciados. Conoce a una mujer, pero ella sólo quiere llevárselo a su lecho matrimonial para provocar a su marido. Conoce a otro. Me recuerdas a alguien, le dice ella; resulta que al dueño de una funeraria. Mi indignado amigo le replica que él no ha ido allí a recoger su cadáver. Pronto se da cuenta de que a su edad se interesa mucha más que antaño por con quién pasa el tiempo. Lo que deseaba entonces ya no lo desea ahora. También se percata de que con la edad la gente se vuelve excéntrica y de que hay un montón para escoger.


-¿Vuelvo con mi esposa? - pregunta.


- Inténtalo- le digo en plan experto.


Pero ella lo mira con desconfianza, preguntándose por qué su cabello ha adquirido un tono berenjena y si se ha hecho grabar el nombre en un brazalete para que puedan identificar después de un accidente. Ha descubierto que la vida es posible sin él.


Los niños se han dormido. Los subo, uno tras otro, a su dormitorio. Los coloco echados uno junto al otro bajo edredones de colores vivos. Cuando me dispongo a darles un besos, descubro que han abierto los ojos. Temo que hayan recuperado fuerzas. Soy un padre liberal, temeroso de mis ocasionales excesos de cólera. Siempre lamento cualquier represión innecesaria. No me gustaría que mis hijos me temiesen; no me gustaría que temiesen a nadie. No quiero prohibirles o desaprobarles nada. Aunque de vez en cuando sí quiero que tengan claro que yo estoy al mando. No tardan en ponerse a saltar de una cama a otra. Cuando se dirigen hacia la puerta, como estoy demasiado cansado para correr detrás de ellos, me veo obligado a poner voz de . No comprendo su resistencia a acostarse. Desde hace meses lo más grato de mi hornada diaria ha sido la ilusión de que voy a desconectar al dormirme. AL menos ellos lamentan como yo, aunque de una manera distinta, el paso de los días. Esta noche mis hijos y yo deseamos lo mismo: más vida.


-Si se echan y se están quietos, les contaré un cuento- les prometo.


Me miran con suspicacia, pero cojo un libro y me siento entre los dos. Ellos se estiran junto a mí y de vez en cuando se dan alguna que otra patada.


El cuento que les leo es cruel, como suelen serlo la mayoría de cuentos infantiles, y en él aparece un lañador, como suele pasar en la mayoría de los cuentos infantiles. Pero, cómo no, está protagonizado por una familia convencional, a la que el padre no ha abandonado. Los niños conocen tan bien la historia que enseguida se dan cuenta si me salto un trozo o me invento algo. Cuando paran de hacer preguntas, dejo el libro, salgo sin hacer ruido de la habitación y apago la luz. Entonces vuelvo a su lado, contemplo sus caras en las almohadas y les doy un beso. Después, desde el pastillo, escucho cómo respiran. Ojalá pudiese quedarme aquí toda la noche. Oigo que susurran algo y se ríen entre dientes.


Una historia vieja como el mundo.


Desde el principio, empezando por las chicas del colegio y sobre todo las profesoras, me pasé la infancia mirando a las mujeres en las tiendas, en la calle, en el autobús, en las fiestas, preguntándome cómo se sentiría uno con ellas y qué placeres podría descubrir con ellas. En el colegio, tiraba el lápiz bajo la mesa de la profesora para arrastrarme debajo y mirarle las piernas. La poca metódica naturaleza del sistema educativo me permitió desarrollar un interés entusiasta por las faldas de las chicas, por conocer sus materiales y texturas, por saber si eran plisadas, sueltas o ceñidas, y en este último caso dónde ceñían. Las faldas, como los telones de los teatros más tarde, despertaban mi curiosidad. Quería saber qué había debajo. Había que esperar la ocasión favorable para descubrirlo. La falda era un objeto de transición; una cosa en sí misma y al mismo tiempo la posibilidad de ir más allá. Eso se convirtió en mi pasatiempo transcendental. El mundo es una falda que quiero levantar.


Posteriormente, me imaginé que con cada mujer podía partir de cero. No existía el pasado. Yo podía ser una persona diferente, si no nueva, durante cierto tiempo. Además, también me servía de las mujeres para protegerme de otras personas. Estuviese donde estuviese, me bastaba estar acurrucado junto a una mujer que me susurraba cosas y me deseaba para mantener el mundo a raya. Y podía dejar de desear a otras mujeres. Al mismo tiempo, me gustaba mantener abierta todas mis posibilidades; desear a otras mujeres me protegía de las presión de amar sólo a una. El conocimiento profundo tiene sus peligros.



No es sorprendente que Susan sea la única mujer, aparte de mi madre, con la que no puedo hacer prácticamente nada. Pero ahora que ya tengo la certeza de que puedo hablar con mujeres sin miedo a desearlas, no estoy seguro de poder tocar a alguien como lo hacía antes, con frivolidad. A partir de cierta edad, el sexo deja de ser algo sin importancia. NO podría pedir tan poca cosa. Posar tus manos sobre otro cuerpo o tus labios sobre otros labios..., ¡vaya compromiso! Elegir a alguien es deja al descubierto una vida entera. ¡Y una invitación a que te dejen al descubierto a ti!


Tal vez eso es lo que sucedió con Gabi. Un día te cruzas con una chica y la deseas. He reflexionado sobre ese momento un montón de veces. Ella y yo hemos hablado de ello en repetidas ocasiones, divertidos y perplejos. Recuerdo lo alta y delgada que era; y entonces sentí una sacudida, una violenta sacudida, cuando nos vimos y nos volvimos a ver. Algo de ella lo cambió todo. Aunque yo había deseado antes a otras personas, y no sabía nada sobre ella. Ella pertenecía a otro mundo. A partir de cierta edad, uno ya no desea que las cosas sean tan fortuitas. Quieres creer que sabes lo que haces. Tal vez eso explique lo que hice.


Lo siento niños y lo siento Susan.



domingo, 21 de febrero de 2010

Primera parte: Decir adiós

Dedicado: a mi amiga giuliana

Ésta es la noche más triste, porque me marcho y no volveré. Mañana por la mañana, cuando la mujer con la que he convivido durante seis años se haya ido a trabajar en su bicicleta y nuestros hijos estén en el parque jugando con su pelota, meteré unas cuantas cosas en una maleta, saldré discretamente de casa, esperando que nadie me vea, y tomaré el metro para ir al departamento de Víctor. Allí, durante un periodo indeterminado, dormiré en el suelo de la pequeña habitación situada junto a la cocina que amablemente me ha ofrecido. Cada mañana arrastraré el delgado y estrecho colchón hasta el trastero. Guardaré el edredón impregnado de humedad en una caja. Y recolocaré los almohadones en el sofá.

No pienso volver a esta vida. Me resulta imposible. Tal vez debería dejar una nota para decírselo: -Querida Susan: No voy a volver...-; Tal vez sería mejor telefonear mañana por la tarde. O quizá podría venir a verla durante el fin de semana. Todavía no he decidido los detalles. Es casi seguro que no le comunicaré mis intenciones ni esta tarde ni esta noche. Lo voy a posponer: ¿Por qué? Porque las palabras son acciones y provocan acontecimientos. Una vez pronunciadas, no puedes retirarlas. Sera algo irrevocable, y tengo miedo y estoy indeciso. De hecho, estoy temblando, y llevo así toda la tarde, todo el día.

Ésta. pues, puede ser nuestra última tarde como una familia honesta, completa e ideal, mi última noche con una mujer a la que conozco desde hace diez años, una mujer sobre la que lo sé prácticamente todo y junto a la que no quiero seguir más tiempo. Dentro de poco seremos como extraños. No, nunca seremos eso. Herir a alguien es un acto de involuntaria intimidad. Seremos conocidos peligrosos con una historia en común. Aquella primera que ella puso su mano sobre mi brazo..., ojalá le hubiese dado la espalda. ¿Por qué no lo hice? Es desperdicio, qué pérdida de tiempo y sentimientos. Ella ha dicho algo similar sobre mí. ¿Pero realmente hablamos en serio? Estoy hecho un completo lío sobre todas estas preguntas.

Sentado en el borde de la bañera. contemplo a mis hijos, de cinco y tres años, cada uno en una punta. Sus juguetes, animales de plástico y biberones flotan en el agua, y ellos parlotean consigo mismos o el uno con el otro, por una vez sin pelearse ni gimotear. Son bulliciosos y vivarachos, y la gente comento lo felices y cariñosos que parecen. Esta mañana, cuando salía hacia el trabajo, consciente de que hoy tendría que tomar varias decisiones, el mayor ha insistido en que le diera otro beso antes de cerrar la puerta y ha dicho: <>

Mañana haré algo que les dolerá y les marcará. El pequeño llevaba hoy unos pantalones de algodón, una camisa gris, tirantes azules y un casco de policía. Mientras meto estas prendas en la cesta de la ropa sucia, me sobresalta un ruido procedente del exterior. Aguanto la respiración.

¡Ya!

Susan ingresa la bicicleta en el recibidor y saca las bolsas de la compra de la cesta.

Estos meses, y sobre todo los últimos días, esté donde esté -mientras trabajo, hablo o espero el autobús-, he pensado en esta ruptura desde todos los ángulos posibles. Viajando en el bus, me he pasado de paradero muchas veces, o he llegado a un lugar que me es familiar y no lo he reconocido. No siempre sé dónde estoy, lo cual es una experiencia agradablemente absorbente. Pero estos días tengo la impresión de que contemplo el mundo cabeza abajo.

He estado intentando convencerme de que abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer: Puede resultar doloroso, pero no tiene por qué ser una tragedia. Si uno no dejase nunca nada ni a nadie, no tendría espacio para lo nuevo. Sin duda, evolucionar constituye una infidelidad..., a los demás, al pasado, a las antiguas opiniones de uno mismo. Tal vez cada día debería contener al menos una infidelidad esencial o una traición necesaria. Se trataría de un acto optimista, esperanzador, que garantizaría la fe en el futuro..., una afirmación de que las cosas pueden ser no sólo diferentes, sino mejores.

Y, sin embargo, voy a cambiar a Susan, mis hijos, mi casa y el jardín lleno de plantas de marihuana y cerezos en flor que veo a través de la ventana del lavabo, por una habitación en casa de Víctor, donde habrá corriente y el suelo estará cubierto de polvo.

Víctor dejó a su mujer hace ocho años. Desde entonces -incluso sin contar a la prostituta china que tocaba el piano desnuda y llevaba todas sus pertenencias consigo cada vez que concertaban una cita - no ha tenido más que amores desdichados. Si suena el teléfono, ejecuta una suerte de danza aterrorizada, preguntándose qué oprobio está a punto de caerle encima y de dónde provendrá esta vez. Víctor, como puedes comprobar, sabe dar a las mujeres esperanza, a falta de satisfacción.

Los pubs y los restaurantes nos parecen más agradables. Debo decir que cuando Víctor no está sentado a oscuras, con los ojos hundidos y las pupilas dilatadas por la perplejidad y la rabia, puede resultar agradable, incluso divertido. A él no le importa si yo estoy poco hablador o especialmente locuaz. Está acostumbrado a mi manera de saltar de un tema a otro, siguiendo los impulsos de mi mente. Si le pregunto por qué su mujer todavía le odia, me lo dice. Como a mis hijos, me gusta que me cuenten una buena historia, sobre todo si ya la he escuchado antes. Quiero conocer todos los detalles y la atmósfera. Pero él habla lentamente, como hacen algunos ingleses. A menudo no sé si simplemente está pensando la siguiente palabra, o si no va a volver a abrir la boca. Aunque lo cierto es que agradezco estos intervalos, porque me permiten dejarme llevar por mis ensoñaciones. ¿Pero quiero yo monólogos y pausas, corrientes de aire y pubs todos los días?

Susan ha entrado en la habitación.

-¿Por qué nunca cierras la puerta del cuarto de baño? - me pregunta.

- ¿Qué?

- ¿Por qué no la cierras?

No sé qué responder.

Besa enérgicamente a los niños. Adoro su entusiasmo por ellos. Siempre que hablamos de verdad, es sobre ellos, sobre algo que han dicho o hecho, como si fuesen una pasión que nadie más puede compartir o entender:

Susan no me toca, pero acerca la mejilla a escasos centímetros de mis labios, de modo que para darle un beso tengo que inclinarme hacia adelante; una postura humillante para ambos. Huele a perfume y a calle.

Va a cambiarse y reaparece con unos tejanos y una sudadera, y un vaso de vino para cada uno.

- Hola, ¿cómo estás?

Me mira fijamente, para que repare en ella. Siento que mi cuerpo se contrae y se empequeñece.

- Bien - respondo.

Asiento y sonrío. ¿Ve ella algo diferente en mi cara hoy? ¿Ya me he puesto en evidencia? Debo de parecer hundido. Normalmente, antes de verla me preparo dos o tres posibles temas, como si nuestras conversaciones fuesen exámenes. El caso es que me acusa de que cuando estoy con ella no abro la boca. Si supiera cómo tartamudeo interiormente. Hoy estaba demasiado alterado para ensayar mi papel. Esta tarde me ha resultado especialmente difícil. Y el silencio, como la oscuridad, puede ser plácido; también es un lenguaje. Las parejas tienen buenas razones para no hablar.

Me cuenta que sus compañeros de trabajo la han dejado colgada.

- No dan la talla- dice.

- ¿En serio?

Susan está pasando por un momento difícil desde que la editorial fue comprada. Pero de todas formas es una mujer radical en sus opiniones sobre los demás, tanto si le producen entusiasmo como aversión. Y normalmente es aversión. Otros, incluido yo, la irritan y la frustran. Es perturbador cómo me veo obligado a compartir sus sentimientos, a pesar de que no conozco a las personas a las que se refiere. Mientras habla conmigo, entiendo por qué dejo la puerta del lavabo abierta. No puedo estar en la misma habitación con ella mucho rato sin tener la impresión de que tengo que hacer algo para que deje de estar tan enfadada. Pero nunca sé qué hacer y al poco tiempo tengo la sensación de que me va a empujar contra la pared y va a empezar a abofetearme.

La bañera se vacía lentamente, porque los juguetes de los niños tapan el desagüe. No quieren salir hasta que no quede ni gota de agua, y entonces se hacen bigotes y sombreros con la espuma que queda. Finalmente levanto al más pequeño. Susan se ocupa del otro.

Los envolvemos en gruesos albornoces con capucha. Cansados, con el cabello mojado y gotas de agua en el cuello, parecen un par de boxeadores en miniatura después de un combate. Discuten sobre qué pijamas se va a poner. El pequeño sólo aceptará la camiseta de Batman. Parece que ya a su temprana edad se sienten inseguros. Deben de haberlo heredado de nosotros.

Susan le da al pequeño un biberón, que él se lleva a la boca con las dos manos, como si fuese un trompetista. Contemplo cómo ella le acaricia el pelo, le da besos en los hoyuelos de los deditos y le frota el vientre. Él se ríe sofocadamente y se retuerce. Qué espléndida inocencia muestra un ser humano cuando no teme que le hagan daño. ¿Quién podría destruirla sin herirse así mismo? En la escuela -yo debía de tener ocho o nueve años - se sentaba junto a mí un chico apestoso que venía de una familia pobre. Un día, cuando todos nos poníamos en pie, se le deslizó una pierna por detrás de la banqueta. Yo la moví deliberadamente y se la aprisioné. Nunca se me ha borrado de la mente su expresión de inexplicable e inesperado dolor. Uno puede elegir entre comportarse bondadosa o malévolamente con los demás.

Llevamos a los niños a la planta baja, donde se recuestan sobre almohadones despreocupadamente, mientras chupan sus chupetes y miran El Rey León con los ojos entreabiertos. Parecen un par de señorones fumándose un puro en el campo un día de calor. Me piden galletas de chocolate, como si fuero yo el mayordomo. Las cojo de la cocina sin que Susan se percate. Los chicos tienden sus dedos golosos, pero no apartan la mirada del televisor. A medida que avanza la película, no sólo murmuran los diálogos, sino que también imitan los efectos sonoros. Al cabo de un rato recojo las migas y, después de preguntarme qué hacer con ellas, las tiro en un rincón.

Susan trabaja en la cocina, mientras escucha la radio y contempla el jardín. Le gusta hacerlo. La vida con su familia, como la mía, ha sido más bien desagradable. Ahora se toma muchas molestias para comprar bien y preparar buenas comidas. Incluso si tomamos comida preparada, no nos deja comer entre una maraña de periódicos, libros infantiles y correspondencia. Saca servilletas, enciende velas y abre la botella de vino, insistiendo en que disfrutemos de una comida familiar como Dios manda, incluyendo los silencios incómodos y las discusiones violentas.

A Susan le gustan las subastas, en las que compra cuadros, grabados y muebles insólitos, a menudo con algún adorno de gastado terciopelo. Tenemos un montón de lámparas, almohadones y cortinas, algunas de las cuales cuelgan en medio de la sala, como si estuviera a punto de empezar una representación teatral, y de las que trato de evitar que los niños se cuelguen para balancearse. En todas las habitaciones hay grandes sillones, televisores, teléfonos, pianos, cadenas de música, los últimos números de las revistas y los libros más recientes. La mayor parte de la gente no disfruta de una comodidad, una abundancia un sosiego como éstos.

Pero no me siento en casa en mi casa. Mañana por la mañana abandonaré todo esto. Definitivamente. Adiós.