jueves, 22 de abril de 2010

Segunda Parte: Lo siento

Me siento en el suelo, cerca de los niños, y me desabrocho la hebilla del cinturón cuando logro localizarla entre los pliegues de mi barriga. Por una vez ni cojo el periódico ni me pongo a mirar la película, sino que observo a mis hijos, sus pies, sus orejas, sus ojos. Esta noche en que estoy y no estoy aquí -ya soy casi un fantasma- no beberé, ni me colocaré, ni me pelearé. Tengo que ser consciente de todo. Quiero grabarme una imagen mental que pueda llevarme y evocar cuando esté en casa de Víctor. Será la primera de las pocas cosas que esta noche debo elegir para llevarme.

De pronto siento náuseas y me tapo la boca con la mano. Se me pasa. ¡Pero ahora tengo ganas de gritar! Me siento como si fuese un avión que cae en picado. Veré a los niños tantas veces como me sea posible, pero echaré de menos ciertas cosas de esta casa. El desorden de la vida familiar: las voces de mis hijos cuando cantan su versión escandalosa de "El patito feo"; contemplarlos mientras miran la televisión con sus binoculares nuevos; los tres bailando al ritmo de los Rolling Stones, el mayor en precario equilibrio encima de la mesa de centro, el otro saltando sobre el sofá; observarlos cuando montan en sus bicicletas y ver como se alejan rápidamente de mí dando gritos; mirar cómo bajan por la calle soleada con sus cometas encima de sus cabezas entonando "vuela vuela cometa". Una vez cuando el mayor era un bebé, vomitó dentro de uno de mis zapatos, y yo no me di cuenta hasta que estaba en el taxi camino del aeropuerto.


Si regreso a casa y los niños no están, aunque tenga un montón de cosas que hacer, puedo pasarme el rato yendo de una habitación a otra, esperando a que sus caras asomen por las puerta y su caótica energía reanime el mundo.


¿Qué puede ser más importante? Perdido en mitad de mi vida y sin posibilidades de volver a casa, ¿en nombre de qué tipo de experiencia me imagino que estoy renunciando a todo esto? He tenido un montón de experiencias emocionales con hombres, mujeres, colegas, progenitores y conocidos. He leído, pensado y hablado durante años. Pero, esta noche, ¿en qué me va a ayudar todo esto? Tal vez debería sentirme impresionado por el hecho de que no me he atado a las cosas, de que me siento lo suficientemente suelto y libre para marcharme por la mañana. ¿Pero de qué me sirve esa libertad? Sin duda la libertad única consiste en poder elegir, en eximirse con esa libertad de las obligaciones que a uno lo atan a la vida..., en implicarse.



No voy a poder dejar de sentirme confuso. Pero por la mañana más vale que haya aclarado sobre ciertas cosas. No debo caer en la autocompasión, al menos no por más tiempo del necesario. Me he dado cuenta de que no son mis bajones anímicos en sí lo que me frustra, sino su intensidad y la incapacidad de determinar su duración. Si me siento un poco abatido, temo pasar por una depresión de un año. Cada vez que Gabi, mi amante hasta hace poco, tenía una actitud distante y agresiva, yo creía que se iba a alejar definitivamente de mí.


Esta noche mi sentimiento predominante es el miedo al futuro. Al menos, dirán algunos, es mejor que las cosas nos provoquen temor antes que aburrimiento, y la vida sin amor es un inacabable aburrimiento. Puedo tener miedo, pero no soy un cínico. Estoy intentando actuar con firmeza. Esta noche lo voy a pasar mal.


También debería reflexionar sobre qué es lo que me gusta de la vida y de la gente. De lo contrario me arriesgo a convertir el futuro en un desierto, eliminando toda posibilidad antes de que nada pueda fructificar. Es fácil matarse sin morir. Por desgracia, para alcanzar el futuro uno tiene que vivir el presente.


Mientras reflexionaba sobre todo esto, he pensado en un montón de gente que parece haberse pasado la mayor parte de su vida deprimida, y ha aceptado un estado de relativa infelicidad como si fuese su obligación. ¿Cuánto tiempo me han hecho perder mis numerosas depresiones? Al menos tres años. Más tiempo del que ocupan todas mis satisfacciones sexuales juntas, de eso no me cabe duda.


Me animo a mí mismo a pensar en los placeres de ser un hombre soltero en Lima, en las cosas agradables que podré hacer. Mis hijos levantan la vista cuando oyen que me río solo. La otra noche, Víctor va a un bar, conoce a una mujer que lleva un aro en la lengua y que lo invita a su cuarto en pleno centro de Lima. A la mujer le gusta que la aten; dispone de todo lo necesario para ello. El piercing que lleva en la lengua recorre los testículos de Víctor; como si fuera, según sus propias palabras, una babosa con una canica en la cabeza. La broma sobre la posibilidad de perder las llaves. A Víctor se le acaba resintiendo el culo.


Al día siguiente llama a una hora inconveniente e insiste en que desayunemos juntos para contármelo. Le explico que la niñera, tal como les suele pasar a las niñeras, ha perdido el deseo de vivir y que es difícil encontrar una canguro a primera hora de la mañana. Pero al final voy al café, feliz de haber podido salir de casa y de que alguien me sirva el desayuno en lugar de corretear de un lado a otro, como habitualmente hago, sosteniendo unas tostadas con mermelada que inevitablemente acaban en el suelo boca abajo.


Víctor no omite ni el más mínimo detalle.


- ¿Y tú qué hiciste? - me pregunta educadamente al final.


Suspiro. Vestido con un bóxer y echado en la cama, estuve bebiendo una cerveza, fumando y escuchando uno de los últimos éxitos de Aerosmith.


La mujer y él no se volvieron a encontrar. Casi todas las noches Víctor ve la televisión solo, con un plato de salchicha y patatas chips sobre las rodillas, y uno o dos sándwich de hot dog como guarnición.


Otro amigo: un tipo rollizo, de mediana edad y alcohólico que trabaja como contable. Yo envidiaba su entusiasmo cuando hablaba de la vida que el matrimonio, por el momento, le impedía disfrutar. Al principio había trabajado demasiado para aprovechar suficientemente su libertad de adolescente. Un buen día abandona a su esposa, se compra ropa interior nueva, loción para después del afeitado, gemelos, un brazalete y tinte para el pelo. Se presente ante mí.


Abro los ojos y una boca tremendamente.


Finalmente digo:


-Nunca has tenido mejor aspecto, gordito.


- Tan alentador como siempre -dice-. Gracias, gracias.


Nos estrechamos la mano y él se marcha hacia los clubs de solteros y bares para divorciados. Conoce a una mujer, pero ella sólo quiere llevárselo a su lecho matrimonial para provocar a su marido. Conoce a otro. Me recuerdas a alguien, le dice ella; resulta que al dueño de una funeraria. Mi indignado amigo le replica que él no ha ido allí a recoger su cadáver. Pronto se da cuenta de que a su edad se interesa mucha más que antaño por con quién pasa el tiempo. Lo que deseaba entonces ya no lo desea ahora. También se percata de que con la edad la gente se vuelve excéntrica y de que hay un montón para escoger.


-¿Vuelvo con mi esposa? - pregunta.


- Inténtalo- le digo en plan experto.


Pero ella lo mira con desconfianza, preguntándose por qué su cabello ha adquirido un tono berenjena y si se ha hecho grabar el nombre en un brazalete para que puedan identificar después de un accidente. Ha descubierto que la vida es posible sin él.


Los niños se han dormido. Los subo, uno tras otro, a su dormitorio. Los coloco echados uno junto al otro bajo edredones de colores vivos. Cuando me dispongo a darles un besos, descubro que han abierto los ojos. Temo que hayan recuperado fuerzas. Soy un padre liberal, temeroso de mis ocasionales excesos de cólera. Siempre lamento cualquier represión innecesaria. No me gustaría que mis hijos me temiesen; no me gustaría que temiesen a nadie. No quiero prohibirles o desaprobarles nada. Aunque de vez en cuando sí quiero que tengan claro que yo estoy al mando. No tardan en ponerse a saltar de una cama a otra. Cuando se dirigen hacia la puerta, como estoy demasiado cansado para correr detrás de ellos, me veo obligado a poner voz de . No comprendo su resistencia a acostarse. Desde hace meses lo más grato de mi hornada diaria ha sido la ilusión de que voy a desconectar al dormirme. AL menos ellos lamentan como yo, aunque de una manera distinta, el paso de los días. Esta noche mis hijos y yo deseamos lo mismo: más vida.


-Si se echan y se están quietos, les contaré un cuento- les prometo.


Me miran con suspicacia, pero cojo un libro y me siento entre los dos. Ellos se estiran junto a mí y de vez en cuando se dan alguna que otra patada.


El cuento que les leo es cruel, como suelen serlo la mayoría de cuentos infantiles, y en él aparece un lañador, como suele pasar en la mayoría de los cuentos infantiles. Pero, cómo no, está protagonizado por una familia convencional, a la que el padre no ha abandonado. Los niños conocen tan bien la historia que enseguida se dan cuenta si me salto un trozo o me invento algo. Cuando paran de hacer preguntas, dejo el libro, salgo sin hacer ruido de la habitación y apago la luz. Entonces vuelvo a su lado, contemplo sus caras en las almohadas y les doy un beso. Después, desde el pastillo, escucho cómo respiran. Ojalá pudiese quedarme aquí toda la noche. Oigo que susurran algo y se ríen entre dientes.


Una historia vieja como el mundo.


Desde el principio, empezando por las chicas del colegio y sobre todo las profesoras, me pasé la infancia mirando a las mujeres en las tiendas, en la calle, en el autobús, en las fiestas, preguntándome cómo se sentiría uno con ellas y qué placeres podría descubrir con ellas. En el colegio, tiraba el lápiz bajo la mesa de la profesora para arrastrarme debajo y mirarle las piernas. La poca metódica naturaleza del sistema educativo me permitió desarrollar un interés entusiasta por las faldas de las chicas, por conocer sus materiales y texturas, por saber si eran plisadas, sueltas o ceñidas, y en este último caso dónde ceñían. Las faldas, como los telones de los teatros más tarde, despertaban mi curiosidad. Quería saber qué había debajo. Había que esperar la ocasión favorable para descubrirlo. La falda era un objeto de transición; una cosa en sí misma y al mismo tiempo la posibilidad de ir más allá. Eso se convirtió en mi pasatiempo transcendental. El mundo es una falda que quiero levantar.


Posteriormente, me imaginé que con cada mujer podía partir de cero. No existía el pasado. Yo podía ser una persona diferente, si no nueva, durante cierto tiempo. Además, también me servía de las mujeres para protegerme de otras personas. Estuviese donde estuviese, me bastaba estar acurrucado junto a una mujer que me susurraba cosas y me deseaba para mantener el mundo a raya. Y podía dejar de desear a otras mujeres. Al mismo tiempo, me gustaba mantener abierta todas mis posibilidades; desear a otras mujeres me protegía de las presión de amar sólo a una. El conocimiento profundo tiene sus peligros.



No es sorprendente que Susan sea la única mujer, aparte de mi madre, con la que no puedo hacer prácticamente nada. Pero ahora que ya tengo la certeza de que puedo hablar con mujeres sin miedo a desearlas, no estoy seguro de poder tocar a alguien como lo hacía antes, con frivolidad. A partir de cierta edad, el sexo deja de ser algo sin importancia. NO podría pedir tan poca cosa. Posar tus manos sobre otro cuerpo o tus labios sobre otros labios..., ¡vaya compromiso! Elegir a alguien es deja al descubierto una vida entera. ¡Y una invitación a que te dejen al descubierto a ti!


Tal vez eso es lo que sucedió con Gabi. Un día te cruzas con una chica y la deseas. He reflexionado sobre ese momento un montón de veces. Ella y yo hemos hablado de ello en repetidas ocasiones, divertidos y perplejos. Recuerdo lo alta y delgada que era; y entonces sentí una sacudida, una violenta sacudida, cuando nos vimos y nos volvimos a ver. Algo de ella lo cambió todo. Aunque yo había deseado antes a otras personas, y no sabía nada sobre ella. Ella pertenecía a otro mundo. A partir de cierta edad, uno ya no desea que las cosas sean tan fortuitas. Quieres creer que sabes lo que haces. Tal vez eso explique lo que hice.


Lo siento niños y lo siento Susan.